lunes, 19 de octubre de 2009

En alguna parte

Cien mil corderos con unos ojos tristes y en medio de ellos un lobo olfateando el aire, con la mirada fija, brillante, intensa; las orejas echadas hacia delante y los belfos cargados de saliva. Eran las tres de la madrugada cuando me desperté. Al principio no sabía bien dónde demonios me encontraba. Ella dormía; miré por encima de su espalda y al fondo, por una grieta de la pared, entraba la luz metálica de una maravillosa e inconcebible luna llena. Me incorporé.
Sobre el acantilado, el mundo era un lugar inmenso, salvaje; un espacio inconcebible que ocupaba una proporción magnífica en un punto del firmamento. No se oía ni un ruido. El silencio llenaba completamente todo el paisaje. Bajé por el sendero, entre los árboles, desnudo como estaba, y me metí en el agua. Nadé sobre la estela de la luna hasta salir a mar abierto y una vez allí me sumergí. Debajo de la superficie todo era oscuridad y una forma maravillosamente espesa de silencio. Había un mundo denso, carente de sonidos, bajo el mar, y en mi cerebro, yo tenía la sensación de estar nadando en mermelada. Cuando volví a la superficie de entre mis dedos salían diminutas estrellas de color plateado, que brillaban de un modo hermoso y al mismo tiempo extraño; brillaban y se apagaban al instante, igual que nuestras vidas.
Un pez muy grande, probablemente un mero, se escabulló bajo mi cuerpo en medio de la oscuridad. Regresé a aquella cama. Ella aún dormía. El reloj marcaba las cinco y me quedé dormido. En alguna parte de este universo un lobo olfateaba el aire con la mirada fija en un cordero.

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