miércoles, 14 de octubre de 2009

Los primeros en rebelarse

Era temprano aún: ni siquiera se habían encendido las farolas. Yo no sabía en qué matar el tiempo y me senté a su lado. Leo bebía largos tragos de una botella de vino que había conseguido en un bar. Hablaba solo: bueno, realmente no hablaba solo; hablaba con un perro pequeño, de esos de lanas, que en algún momento de su vida había tenido el pelo de color blanco, pero que ahora tenía un aspecto lamentable. Le decía: “…mira, en este mundo en que vivimos hay un tipo de personas que son los primeros en rebelarse. Son gente de principios… ¡Ja!, ¿te lo imaginas? –paró de hablar y bebió un trago de vino, luego se limpió los labios con el dorso de la mano y continuó-, ¿principios, sabes lo que te digo?, se suelen caracterizar por ser de esas personas que dan un valor fundamental a su forma de ser, a su carácter y a su dignidad –trató de recalcar la palabra dig-ni-dad, pero se le trababa la lengua-. Este grupo de hombres y mujeres existen desde siempre y suelen ser pisoteados a conciencia, destruidos y apartados de un modo rápido, efectivo y brutal, por aquellos que tienen en sus manos el poder de decidir la vida y el destino de los todos demás. Son los primeros en ser aniquilados. ¿Te lo imaginas? ¡Ja! ¡Vaya negocio! Nadie quiere a esa gente cerca porque les abren los ojos al resto y a la gente corriente le incomodan también porque les hacen sentir cobardes. Molestan a todo el mundo. Ni en la guerra, ni en los trabajos… Ni siquiera en el arte los quieren. Su historia acaba mucho antes de empezar. Claro, luego sucede que el resto de la sociedad, ese rebaño acogotado y mediocre de los que callan siempre, aprovecha sus gestos para avanzar a cubierto un paso más, pero eso, a los que fueron los primeros en rebelarse, ya les da igual, porque no queda de ellos ni el recuerdo para cuando, por fin, reaccionan los otros. ¿Sabes, amigo? –el perro le miraba fijamente-, esta noche brindo por esa gente valiente que en este instante busca a la desesperada, solos, sin medios, sin ayuda, sin esperanza, sólo con la fuerza de su carácter y de sus convicciones, la forma de rebelarse contra todas estas malditas cosas que atentan contra la dignidad…” Leo se me quedó mirando después de decir eso. Yo le miraba a él y ninguno decía nada. El perro también nos miraba fijamente, como si estuviera esperando alguna conclusión, pero no había nada más. Se había terminado el vino. En la plaza ya habían encendido las farolas.

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