miércoles, 7 de octubre de 2009

Siete de la tarde

Siete de la tarde: llueve. Desde el piso de arriba llega hasta mis oídos la música repetitiva que pone cada tarde esa mujer extraña que perdió la cabeza en un punto de su pasado que no quiero ni imaginar. Vive sola, no abre la puerta a nadie. Yo la oigo cada noche, mientras pasa las horas caminando a oscuras, de un lado a otro de la casa, dando pequeños golpecitos de ratón por las paredes, abriendo y cerrando las ventanas, dejando caer cosas al suelo... Así transcurrirá toda su vida, en medio de esta soledad... Siete de la tarde: llueve. El agua desciende por las cañerías con un ruido de catarata. En el piso de al lado se mezclan los gritos de los niños con los gritos de los mayores. Gritos histéricos, desesperados, gritos que no vienen a cuento. Gritos de unos niños que piden a gritos atención. Gritos de una mujer neurótica que pierde el control a cada instante. El marido grita también, este a su modo; es un hombre anulado; un ahogado en su mar de mala suerte, un cadáver sin rostro que la vida ha destrozado sin piedad. Si todos estos seres tuvieran un instante de lucidez que les hiciera ver en qué se ha convertido eso que ellos llaman sus vidas, se morirían de espanto, de pena y de dolor.... Siete de la tarde: llueve. Rugen las cañerías desbordadas. Miro alrededor y pienso que estos bloques de pisos son pozos donde vive la gente más infeliz del mundo, la peor comunidad de fracasados de la tierra. Detrás de cada puerta se palpa la infelicidad, la decadencia; en cada habitación, cada noche se construye un desastre, y cada nuevo amanecer se recoge esa cosecha de desolación de unas vidas desperdiciadas. Vidas que han terminado muertas mucho antes de la muerte. Vidas hechas de sueños rotos, de luchas imposibles, de instantes sin sentido, de cariños que han muerto entre olor a repollo recocido y facturas pendientes de pagar, de errores repetidos hasta la saciedad. Toda esta gente ha perseguido un sueño equivocado, han seguido un camino sin salida, y ahora, después de tantos años, ya no tienen fuerzas para cambiar, ni les queda valor para empezar de nuevo. Ahogados en sus vidas, dejan pasar los años, dejan morir sus almas. Yo observo sus miradas, observo con cuidado la forma como viven, la forma como piensan, la forma como hablan, y siento que son pollos de granja, que comen, duermen, sienten, al ritmo que les marca la luz de la pantalla de su televisor. Esos seres sin rostro viven al otro lado de un muro de ladrillos transparente, cerca, muy cerca, demasiado cerca de donde vivo yo. Perplejos, asustados, agresivos, locos, enfermos de una insatisfacción que les devora el alma. Se han convertido en muertos que esperan una muerte definitiva, mientras viven encadenados en un presente atroz. Y yo vivo entre ellos. Y lo peor de todo: yo también vivo ahí. Tal vez termine igual. Nadie está protegido de eso, nadie está a salvo de acabar sucumbiendo a esa asquerosa vida de rebaño que forma nuestra sociedad.

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