jueves, 29 de octubre de 2009

La vida

El viento, enredado en las copas de los árboles, cantaba una canción. Él se paró a escuchar. La conocía. Hablaba de cosas antiguas, de otoños perdidos en el tiempo, que volvían ahora, de pronto, cargados de recuerdos. Eran las diez de la mañana, el sol brillaba y el mundo parecía un lugar deshabitado. Caminó hasta la fuente y se lavó la cara. Sentía una sensación de libertad extraña y mientras respiraba el aire limpio y fresco, notaba como, poco a poco, le invadía una especie de plenitud que no sabía definir. Tenía hambre. Pensó cuándo fue la última vez que había comido, pero no conseguía recordar. Recogió algunas moras de las zarzas que había a un lado del camino y las comió. Al instante el sabor inundó su cerebro y entonces recordó una tarde lejana, tan lejana en el tiempo que ahora ya no parecía real. Los dos volvían de vuelta hacia su casa, atravesando los campos en silencio. El sol se ponía en el horizonte. Caminaban muy juntos, pero sin tocarse, cada uno sumido en sus pensamientos. Él la miró un instante y entonces comprendió que la quería. Quería a esa mujer como nunca había querido a nadie antes de ella. No sabía porqué: tal vez ella daba respuesta a todas las preguntas de su vida; tal vez ella misma era la única respuesta. Esa mujer guardaba en su interior el misterio final que le daba un sentido a todo lo bello y permanente de este mundo, a todo lo que para él era importante y existía. No lo sabía bien. Tal vez, sencillamente, ella era la vida, y fuera de ella ya no existía nada.

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