martes, 20 de octubre de 2009

Niño soldado

Una nada caliente se extendía por los campos hasta acabar en el muro de la desolación. Bajo él, expuestos al sol del mediodía, esperaban los niños. Tenían un aspecto grotesco, así, cubiertos de polvo, descalzos y vestidos de guerrilleros. Llegaron los hombres y apuntaron cada uno al suyo con sus rifles americanos, rusos, ingleses, franceses, alemanes, búlgaros, canadienses… Todos los hombres dispararon a la vez y los cuerpos de los niños se desplomaron. Recuerdo que pensé que en alguna otra parte del mundo, en ese mismo instante, un padre y una madre se sentarían a comer con sus hijos un plato de estofado. La operación se repitió una y otra vez. Los mismos hombres que disparaban arrastraban los cuerpos de los niños y los dejaban a un lado, apilándolos, hasta que se formó una montaña informe de brazos, de piernas, de cabezas… Luego me tocó el turno a mí. Hacía un calor terrible. Mientras miraba a los que me apuntaban comprendí que hacía mucho tiempo que todos habíamos olvidado cualquier resto de humanidad que hubiéramos podido tener en el pasado. Hacía un calor terrible. El aire olía a sangre. En la montaña de cuerpos uno de ellos gemía aún. Miré a aquellos hombres cuando me dispararon y, junto con mi sangre, un odio atroz quedó sembrado para siempre en el paisaje.

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