miércoles, 28 de octubre de 2009

Una mujer

La primera vez que hablé con ella recuerdo que me llamó la atención ese punto, allá en el centro exacto de su corazón, donde brillaba con toda claridad una luz de esperanza. Era fuerte y generosa, y sobre todo -y esto era lo mejor-, tenía unas ganas locas de ser inteligente. Luchó con todos sus demonios y algunos de los míos. Luchó como una gran mujer desesperada, y un día, por fin, se decidió, salió a la calle y comenzó a correr, y construyó puentes, murallas, carreteras de luz, saltos de agua. Se hizo valiente a fuerza de superar obstáculos, de dormir entre lobos, de quemarse en el fuego de las tristes hogueras del tiempo. Derrotó a cien dragones y al final, con los años, comprendió lo que era, y creció desde cero mil veces, y se hizo mujer a cada día hasta que se multiplicó la fuerza de su corazón y llenó con su luz todo el cielo.
Ahora que ha pasado tanto tiempo y no he vuelto a tener noticias de ella, recuerdo con nostalgia que hablaba como nadie de cuestiones profundas de filosofía, que entendía a la perfección todo ese loco mundo del vacío, que era capaz de devorar a un hombre en un instante, y que estar junto a ella era como permanecer de espaldas al borde de un abismo, saltar desde un avión a la cima de una montaña, amar, ahogarse y naufragar, todo en un mismo instante… Os lo aseguro; aunque era una tortura esa mujer, nunca he vuelto a sentir con otra lo que sentí con ella.

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