miércoles, 6 de enero de 2010

Vagabundo

Eran las doce de la mañana cuando comenzó la lluvia y las cosas se fueron desdibujando lentamente en la neblina gris. Casi al instante se levantó un viento helado. Yo observaba el paisaje refugiado bajo el alero de la pequeña casa. Era antigua, y parecía haber sido abandonada hacía mucho tiempo. Alrededor de sus muros flotaban aún los recuerdos. Veía a los fantasmas de la casa desvanecerse, dejándose llevar por ese viento. Los árboles gemían y en los charcos de agua la lluvia cantaba tristes canciones sin música ni letra. Al rato empezó a nevar. Así era el mundo aquella mañana de diciembre para mí, mientras el resto de la humanidad se preparaba para celebrar que terminaba el año.
Bajo esa lluvia helada, yo, solo en mi soledad, permanecía a la espera de un cambio que nunca se iba a producir. Observaba el paisaje, los árboles, el lago... Algunos patos bajaron a posarse en la orilla cubierta de hierba. La lluvia arreciaba y fuertes ráfagas de viento doblaban con una fuerza descomunal las ramas de los árboles más grandes.
Era el final de mi vida y yo contemplaba este mundo en silencio. Era el final de mi vida o tal vez el principio, no sé. Las cosas se representan de un modo tan extraño dentro de mi cabeza… Pensé que toda esa escena no era más que una imagen distorsionada de mi mente; la mente de un ser humano que, como tantos otros, se debate siempre entre un anhelo y su opuesto, un temor.
Subí en mi bicicleta y abandoné mi precario refugio bajo el alero. Al instante la nieve golpeó mi rostro. Sentí como si me clavaran cientos de agujas de hielo en las mejillas. Las ruedas salpicaban. No había un ser viviente por los alrededores. La vida parecía seguir, pero en algún otro lugar, en otra parte. Las manos y los pies se congelaban. ¿Y esto? –recuerdo que pensé-. ¿Esto es realmente la vida? Sentí que era un vagabundo loco sobre una bicicleta.

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