lunes, 18 de mayo de 2009

En el museo

El hombre del sombrero de fieltro estaba parado allí, frente a aquel cuadro de un paisaje con flores. Parecía dudar. La sala estaba vacía. No había nadie, excepto yo, pero él no me había visto. Miró a su alrededor con disimulo y luego avanzó. Le observé mientras se abría paso con decisión entre las pinceladas de color del cuadro hasta que desapareció. Parecía saber muy bien adónde iba, como si hiciera ese camino cada día.


Lo pusieron dentro de una vitrina de cristal, rodeado de joyas, junto a una daga de oro del siglo diecisiete. A su lado había un cartel que decía: “espejo de mano, realizado en plata, 1845”. Un tipo se acercó y miró dentro, luego una chica rubia y más tarde otro chico. Estoy seguro que aún siguen allí, mirando desde el fondo del espejo, la mortecina luz de la lámpara del techo.


Ya casi iban a cerrar cuando, cansado de andar de sala en sala, me senté en una especie de banco cuyo respaldo era el torso de una figura humana. Me quité los zapatos y debí quedarme dormido. Me despertaron las luces de los flashes y el murmullo de admiración de un grupo formado por veinte o treinta japoneses. Cuando me levanté y me fui de allí aún me seguían por las salas, sin parar de hacer fotos. Me refugié en el servicio de señoras hasta que se marcharon. Luego volví. No encontré mis zapatos.


En la última planta del museo conocí a una joven que se empeñó en descifrar el significado de una serie de unas cuarenta fotos muy pequeñas que representaban escenas sórdidas de lobos, paisajes oscuros y pájaros. Pasamos mucho tiempo allí yendo de una foto a otra, pero no hubo manera. Agotado, desistí y me marché. Ella seguía enfrascada en la contemplación de aquellas fotos. Al salir vi un cartel. Comprendí que habíamos empezado a ver la secuencia de fotos al revés. Habíamos entrado a la sala por la salida.


Frente a una estatua de hierro, una anciana mujer inglesa me preguntó que qué era aquello. Leí el cartel y en mi pobre inglés le intenté explicar que aquello era una mantis religiosa. Pasados cuarenta minutos, agotado de gesticular y darle explicaciones, le dije que era una parada de autobús. La mujer parecía feliz al haber encontrado por fin un significado para aquel amasijo de hierros.

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