lunes, 11 de mayo de 2009

Ya no podía recordar

Esa tarde Jameela sintió que ya no podía ir más allá. Acababa de cumplir dieciséis años y, de pronto, sintió que había perdido las ganas de vivir. Miró a su alrededor y contempló la calle en que nació. De las casas más grandes apenas quedaba la fachada. Todo a su alrededor eran escombros, polvo y miseria. Junto a un pequeño muro derruido, unos niños jugaban a la guerra. En un cruce, un carro se había atascado, y unos hombres lo empujaban mientras gritaban y golpeaban inútilmente al burro, en un intento vano de salir de allí.
Jameela cambió el recipiente de barro de una mano a la otra. Luego, de vuelta, si conseguía agua, sería aún más pesado. Una ráfaga de viento arrastró una nube de polvo. Sintió el sabor a tierra en la garganta. Cerró los ojos. Intentó taparse la boca con un trapo, pero no había manera, ese polvo estaba por todas partes, impregnando cada momento de su vida. Ya no podía recordar cómo era su mundo antes de que todo fuera invadido por el polvo.
Jameela atravesó despacio la ciudad, igual que cada día. Su vida, desde hacía siete años, se resumía a eso: atravesar una ciudad en ruinas con un enorme cántaro y regresar después hasta su casa. Hoy no había conseguido agua. Mientras volvía, unos aviones sobrevolaron la ciudad, eran unos pequeños puntos diminutos en el cielo, volaban a gran altura, casi no se veían, sólo se oía el monótono ronroneo de la muerte y el retumbar lejano de las bombas, igual que cada día.
Jameela de pronto se sentó en el suelo. Estaba en medio de la calle. Ya no podía ir más allá. Acababa de cumplir dieciséis años y sus lágrimas formaron surcos en su rostro cubierto por el polvo. El mismo polvo en que se había convertido su mundo, su vida, su ciudad.

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