martes, 12 de mayo de 2009

Los cristales de Olga

Eran las nueve de la noche cuando Olga salió del laboratorio. Tras ella, bajo la lente del microscopio, un conjunto de partículas de cristal de color rojo se había organizado de un modo nuevo, con un orden y un sentido, que nadie, excepto ella, podía comprender. En el tren, de vuelta hacia su casa, Olga estaba pensativa. Había invertido tanto tiempo y tanta energía en el proyecto que ahora sentía que esos cristales formaban parte de su vida, como su corazón, su alma o sus recuerdos, y que ellos poseían la respuesta de algo que aún no sabía definir. Olga buscaba dotar a sus cristales de una estructura nueva, tal vez una nueva forma de transparencia muy cercana al vacío, ajena a cualquier distorsión. Algo que le proporcionara el acceso hacia una visión de la luz y el color, muy próxima al origen de la vida.
Cayó la noche. Miró por la ventana. Sobre el vagón del tren brillaban las estrellas. Como cristales blancos ─pensó, y una sonrisa se dibujó en sus labios─. El tren siguió su marcha, como tantas otras cosas siguen su marcha en nuestras vidas. Olga aún no lo sabía, pero en esos cristales buscaba la respuesta al misterio perfecto, universal, sutil, frágil y eterno, de la armonía.

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