jueves, 28 de mayo de 2009

Mejor ni te levantes

Algunos días parece que es mejor no levantarse, no salir de la cama, hacerse el despistado y apagar el reloj despertador, porque hay días en los que a uno le caen por todos lados. Días en los que, ya antes de salir de casa, te las van dando. El grifo de la ducha no funciona, sale agua por debajo de la pila, estás acatarrado y te sientes fatal. Aún no ha amanecido y llueve y te has mojado con ese chaparrón nocturno, se ha levantado viento, hace un día de perros y piensas que nada puede ir peor y al rato, ya ves, te has estrellado del modo más irreal y absurdo que uno se pueda imaginar ─una especie de piscina gigantesca sale volando de la caja de un camión y se te planta delante en la autopista─. Te estrellas a más de ciento treinta y ya no tienes coche y sigues vivo, y estás sentado en el arcén y todo es agua y ríos de mierda y aceite alrededor mezclados con trozos de tu coche y de fibra de vidrio de un rabioso color azul y tú, que hace un rato pensabas que te habías mojado, pues ahora sí que estás mojado y encima es lunes y aún te queda toda la maldita semana por delante y, claro, hay que seguir, hay que seguir como un imbécil porque ¿qué vas a hacer sino? Para eso has sido programado.

miércoles, 27 de mayo de 2009

En la penumbra de la madrugada

Camino en la penumbra de la madrugada. Aún no ha amanecido, se ha levantado viento y por el sendero que desciende hasta el torrente, observo el día oscuro y gris. Cuando parecía que todo había terminado de nuevo ha regresado el frío. Oleadas de nubes descienden por la ladera, rasgando las ramas de los abetos centenarios, y en el cielo enfurecido, sobre el claro del bosque, los pájaros han dejado de cantar. Hay un rumor confuso entre los troncos de los árboles, una conversación indescifrable, de roca, de río y de madera. Mis manos y mi mente se han helado. Se me hace demasiado largo tanto invierno. En el remanso transparente del arroyo, donde después de su quehacer diario, acaba la tarde su momento, una carpa nada en la eternidad inmaterial del agua; también ella parece triste, aunque no sabe de estaciones. Ingrávida como una estrella o un misterio de luz, en cada aguja de abeto brilla una gota de agua. Bajo mis pies descalzos se esponja el suelo. El bosque huele a espera y a amargura. Es la vida que pasa. Pronto aparecerá la luz, o tal vez no, todo es instante, una ilusión que se hunde en el abismo. Bajan las nubes y cubren la ladera, todo se hace humedad, oscuridad y frío. Perdido en esta soledad, rodeado de silencio, bebo un sorbo de agua y regreso de nuevo a la cabaña.

martes, 26 de mayo de 2009

De improviso en la playa

Se despertó de improviso, tumbado en la arena de la playa, dentro de un saco de dormir. Era de noche y el cielo estaba cuajado de estrellas. La arena era fina y de un color claro, casi blanca, y estaba aún caliente. Giró un poco su cuerpo, el aire olía intensamente a mar. El silencio que reinaba en el lugar llamó poderosamente su atención. Escuchó de nuevo y, sorprendido, comprobó que no existía tal silencio; las olas rompían a unos cien metros de la orilla dejando tras de si una franja irregular de espuma blanca y un murmullo lejano. Era el mar que dejaba oír su voz, una voz que sonaba como la pesada respiración de un gigantesco animal dormido.
Un pájaro, tal vez una gaviota, cruzó el cielo y emitió un chillido, y sin embargo, todo aquello también era una forma de silencio. El tiempo parecía haberse detenido en medio de la oscuridad. Miró a su alrededor. No había nadie. La soledad era total ¿qué hacía allí? ¿Cómo había llegado? Ahora recordaba. Venía de muy lejos y había llegado hasta esa playa aquella tarde buscando una respuesta. Se incorporó ligeramente y sus dedos se hundieron en la arena. Millones de granos de aquella fina arena se desplazaron bajo la palma de su mano. La arena, oculta bajo la superficie estaba algo más fría y ese contacto produjo en él un repentino escalofrío. Respiró hondo tratando de evitar que se le desbocaran los sentidos. Sintió que aquel lugar era su sitio, el centro de su mundo Se estaba bien allí, tan bien, que hubiera deseado que ese instante se prolongara toda la eternidad. Ahora recordaba; había llegado allí buscando una respuesta, pero ya no necesitaba encontrar nada. Lo decidió de pronto, se quedaría allí, en esa playa, para siempre, bajo la luz plateada de la luna y las estrellas, oyendo el ruido de las olas; impregnada su mente de silencio y de ese olor a mar que tanto le recordaba a ella. Cerca de la línea del horizonte, una estrella fugaz brilló en el cielo dejando una estela de luz que desapareció al instante. Todo es fugaz, como esa estrella, pensó, la vida es un viaje que acaba cuando llegas al principio, al lugar donde todo empezó, y entonces te miras y comprendes, te ves como eres realmente, como fuiste desde el principio, cuando aún no te buscabas. En su mente, una manada de caballos negros galopaba cada vez más deprisa, cada vez más adentro; podía oír con toda claridad sus cascos retumbar sobre la arena de esa playa que ahora era su alma.

lunes, 25 de mayo de 2009

El tintero del mundo

Un día, mientras escribía, de pronto comprendió que no había nadie bueno o malo, que cada personaje de sus cuentos cargaba con su propia maldición y seguía adelante con su historia y su vida del mejor modo que podía. Todos y cada uno de ellos permanecían esclavos de una carga genética heredada que poseía la fuerza de una maldición o el don de traspasar las simples fronteras materiales. Todos ellos, sus personajes, permanecían atados a un destino inexorable que, tal vez un día, sólo a duras penas, con una tenacidad descomunal, serían capaces de cambiar, aunque fuera de un modo imperceptible para los demás.
Contempló sus papeles, ahora cubiertos de tinta negra y de palabras, y los sintió latir ahí dentro, encerrados en sus tristes historias, con sus trágicas vidas desplegándose de un modo irremediable ante sus ojos. Algunos le observaban fijamente, como se observa a alguien que se conoce poco y no se llega a comprender. Junto a su mano, el tintero del mundo permanecía abierto y daba vértigo asomarse al agujero negro que formaba su tinta.

domingo, 24 de mayo de 2009

Nunca fue suficiente

Nunca fue suficiente para ellos
ni la vida, ni el viento,
ni el rugir de las olas, ni el violento huracán.

Todo era demasiado pequeño para sus corazones,
por eso,
decidieron vivir a su manera
ella y él, los dos juntos, con la vida a la espalda y una cadena al cuello,
con su alma y sus botas gastadas
de esperar el momento
en que todo quedara definido en una única palabra
esa que, en mitad de la noche, dice: “yo soy” y marca de un modo inexorable tu destino.

sábado, 23 de mayo de 2009

Noche de lluvia

  Cae la lluvia. Es una lluvia repentina, intensa, que llena de luces de colores el asfalto de la ciudad. El sonido profundo de un trueno retumba en las fachadas de los bancos y el cielo se ilumina con un color azul que encoge el alma. Se apagan los semáforos. A nuestro alrededor, la ciudad es un caos, la gente corre y pierde los zapatos en los charcos, y mientras el mundo se apresura a refugiarse, nosotros disfrutamos de cada detalle de la escena.

   De un modo u otro, siempre sucede así. Cada noche contigo es un mundo, una estación mágica en el tiempo, el regalo de una aventura inesperada. Esta noche la lluvia nos arrastra hacia una forma de la felicidad que es de nosotros dos, que compartimos. De nuevo volvemos a estar juntos, y aunque un abismo sin fondo nos separe, en tu rostro contemplo escenas imposibles: montañas que se elevan hasta el cielo, playas de arena blanca, horizontes de luz y de esperanza, y también tempestades, tormentas, relámpagos y rayos, y campos de amapolas mecidas por el cálido viento de un verano. Esta noche tú y yo vivimos un viaje en medio de la lluvia hacia un lugar lejano donde tú eres el centro de cada sensación y das sentido a todo lo que observo.

 Pasan las horas. Las calles se quedan en silencio y un gran vacío se apodera de todo. No deja de llover, te miro y pienso que esta noche, tu sonrisa y tu pelo mojado son el mejor lugar en el que refugiarse.

jueves, 21 de mayo de 2009

Tantas cosas y nosotros tan solos

Sonora y plácida, la gran respiración del tiempo describe una amplia curva en el espacio, allá donde comienza nuestro mundo. Bajo ella, el Gran Azul, lleno de vida.
Al fondo, el universo. Estrellas y planetas, cúmulos de galaxias, nebulosas, satélites, astros, cometas... Constelaciones lejanas, ojos de Dios, solsticios, equinoccios, puertas, ventanas abiertas al vacío de un extraño infinito inconcebible. Y en mitad de la nada, sobre una balsa a la deriva, solos tú y yo, a la espera de que venga el amor y nos rescate.

miércoles, 20 de mayo de 2009

Sólo una mala racha

Tal vez aquello era sólo una mala racha, o tal vez no, pero Alejandro no podía sentirse peor. Acababa de cumplir cuarenta años, había dejado a su mujer, a su familia, no tenía donde ir, y su trabajo… Mejor no pensar en su trabajo. Ocho o diez horas de su vida gastadas cada día en ese infierno durante los últimos quince años ya era demasiado.
Alejandro tomó un desvío, salió de la autopista y condujo por una carretera comarcal. La carretera ascendía un puerto de montaña y en una de las curvas se percató de que iba demasiado deprisa. Redujo la velocidad y un poco antes de coronar el puerto aparcó el coche en el arcén, junto a un camino. Salió: hacía frío; restos de nieve del pasado invierno se hallaban esparcidos, aquí y allá, dando a la escena un toque algo irreal. Estaba amaneciendo. Había conducido casi toda la noche. Caminó un poco y luego se sentó sobre una piedra. ¿Y ahora?, ¿adónde ir?, ¿qué hacer?, ¿de dónde sacar las fuerzas para seguir viviendo? Alejandro miró a su alrededor, suspiró hondo y aspiró el aire frío de la mañana. Pensó en que si no hubiera dejado de fumar ahora encendería un cigarrillo, pensó en lo que había sido su vida y una profunda angustia le encogió el corazón. En ese instante se sentía como un pequeño pájaro atropellado en medio de la carretera.

El anciano

El anciano cruza la calle y se interna en el parque. Es una mañana clara del mes de mayo y el cielo esta completamente azul. Cantan los pájaros. En la rosaleda, los rosales han florecido. El anciano camina despacio, contemplando las rosas. Las hay de todas clases: rugosas, damascenas, virginianas, trepadoras, chinas… Rosas en miniatura, pequeñas rosas de aspecto abigarrado, que balancea la brisa. Hay otras amarillas, blancas, anaranjadas… Rosas grandes, brillantes, enormes rosas rojas…
Ligeramente mareado, el anciano se sienta en un banco de piedra. Saca un papel de su bolsillo. El anciano suspira, recuerda sus pasiones, secretos, utopías… Recuerda el frío de su juventud, el dolor que sintió aquel día, la pérdida, el silencio. El anciano piensa en la soledad, en la lucha por la supervivencia. Recuerda lo que fue, su hambre de vivir, la pasión con que defendió sus sueños. El anciano mira el papel: abajo, a la derecha, destaca en tinta negra la firma estilizada de su médico. Su condena de muerte.
El anciano levanta la mirada. Mira el cielo y las rosas. Siente un dolor profundo. Hay tanta vida hoy en el ambiente.

martes, 19 de mayo de 2009

De noche, sobre una roca

Allí en el fin del mundo, en mitad de la noche, en la roca en silencio bajo la luna, invisible y burlón, se alza el destino. Más allá nada existe, tan sólo agua. Agua y reflejo. Destellos plateados que buscan un refugio en esos ojos. La mujer se ha sentado. El horizonte la llama y ella recuerda. No pudo ser. No hay un sonido en este escenario de la noche. La mujer piensa en su historia y una hora de soledad sin tiempo se instala en su mirada. Mientras, la noche avanza. ¿Adónde huir? ¿En qué lugar podría encontrar lo que siempre ha buscado? Frente a ella sólo el mar. El mar suspira. Hay un mundo al acecho entre las nubes, un pasado que duele, un misterio de sal en su mirada.
Pronto va a amanecer. La mujer se levanta. Ahora hay que regresar. Tal vez mañana.

Amanecer de un día de primavera

En un rincón del parque, bajo la estatua, la noche se encoge en la distancia. Un murmullo de frío te abraza y amanece sobre el primer canto del pájaro de la mañana. Ahora hay más claridad. La vida ha regresado. Tú y yo, caminamos despacio, perdida la distancia entre nosotros, junto al lago embrujado de nubes, que permanece en silencio, como un animal agazapado, atento a tu mirada. Tanto mundo perdido en el pasado, viajando sin rumbo, a millones de años luz y madrugadas. Aquí, bajo los árboles, todo tiene un significado, la hierba es sólo hierba, y ahora está mojada. Cada vida que existe, existe sólo en ella, y el mundo permanece en paz. Es nuestro mundo. Vivimos este instante en el presente y tú eres el centro y el origen de todo este universo que palpita ante una maravillosa y tenue luz anaranjada. Bendito mundo éste en el que, si sabes esperar, siempre amanece.

lunes, 18 de mayo de 2009

Algunas veces pienso

Algunas veces pienso en ese modo triste en que me miras y en cómo como has olvidado el rumor del agua de la fuente, donde, en las tardes de agosto, cuando todos dormían, hablábamos de lo que queríamos llegar a ser. Se han pasado los años entre luchas, naufragios, y escapadas absurdas. Noches en las que huíamos hacia ninguna parte. Y ahora, después de tanto tiempo, no conservamos nada ya de todo aquello. Se han dormido los sueños: se llevaron la fuente y en su lugar han puesto una fea estatua de algún desconocido. Nuestra calle es ahora una calle prohibida, donde acechan, oscuras, las escenas más sórdidas de todo lo un día quisimos olvidar. Tu mirada no brilla, y en tu alma no queda ni un gramo ya de vida. Esta noche, cuando miro en tus ojos, siento que se ha acabado el tiempo. No nos queda futuro; sólo ese polvo blanco que ahora compartimos.

En el museo

El hombre del sombrero de fieltro estaba parado allí, frente a aquel cuadro de un paisaje con flores. Parecía dudar. La sala estaba vacía. No había nadie, excepto yo, pero él no me había visto. Miró a su alrededor con disimulo y luego avanzó. Le observé mientras se abría paso con decisión entre las pinceladas de color del cuadro hasta que desapareció. Parecía saber muy bien adónde iba, como si hiciera ese camino cada día.


Lo pusieron dentro de una vitrina de cristal, rodeado de joyas, junto a una daga de oro del siglo diecisiete. A su lado había un cartel que decía: “espejo de mano, realizado en plata, 1845”. Un tipo se acercó y miró dentro, luego una chica rubia y más tarde otro chico. Estoy seguro que aún siguen allí, mirando desde el fondo del espejo, la mortecina luz de la lámpara del techo.


Ya casi iban a cerrar cuando, cansado de andar de sala en sala, me senté en una especie de banco cuyo respaldo era el torso de una figura humana. Me quité los zapatos y debí quedarme dormido. Me despertaron las luces de los flashes y el murmullo de admiración de un grupo formado por veinte o treinta japoneses. Cuando me levanté y me fui de allí aún me seguían por las salas, sin parar de hacer fotos. Me refugié en el servicio de señoras hasta que se marcharon. Luego volví. No encontré mis zapatos.


En la última planta del museo conocí a una joven que se empeñó en descifrar el significado de una serie de unas cuarenta fotos muy pequeñas que representaban escenas sórdidas de lobos, paisajes oscuros y pájaros. Pasamos mucho tiempo allí yendo de una foto a otra, pero no hubo manera. Agotado, desistí y me marché. Ella seguía enfrascada en la contemplación de aquellas fotos. Al salir vi un cartel. Comprendí que habíamos empezado a ver la secuencia de fotos al revés. Habíamos entrado a la sala por la salida.


Frente a una estatua de hierro, una anciana mujer inglesa me preguntó que qué era aquello. Leí el cartel y en mi pobre inglés le intenté explicar que aquello era una mantis religiosa. Pasados cuarenta minutos, agotado de gesticular y darle explicaciones, le dije que era una parada de autobús. La mujer parecía feliz al haber encontrado por fin un significado para aquel amasijo de hierros.

miércoles, 13 de mayo de 2009

La soledad de Sofía

Aquella tarde, agotada, Sofía desplegó sobre su cama el catálogo completo de todo su dolor, su indecisión perpetua ante la sociedad, las cartas que nunca escribió, su jardín sin regar, los deseos perdidos, la aventura de un sueño, la tristeza de toda su vida.
Se tomó unas pastillas y al rato sintió como el tiempo de los seres humanos ya no era su tiempo, la ciudad de los otros no era ya su ciudad, el fracaso no era su fracaso. Porque nunca hubo un ángel que cuidara de ella, ni un amor en invierno que la aislara del frío, ni un cariño, ni un cuerpo que la hiciera vibrar. Porque nunca hubo nadie que supiera quererla, se adentró para siempre en aquel laberinto, caminando despacio, entre sus recuerdos, sus tristezas, sus sueños, y no regresó. Pero antes de irse, con sus últimas fuerzas, escribió con los ojos cubiertos de llanto, una última carta a la luna, su carta mejor.

Fuera del Gran Azar

Fuera del Gran Azar, frío y aislado dentro de su corazón, el amor y el vacío se construyeron juntos una casa. Se acentuó de una forma terrible la inquietud de los muertos, y en la ruidosa confusión del mundo ya no volvieron a nacer estrellas. Preso de su destino, una noche aprendió el arte de ser un monstruo, y cabalgó sobre el lecho de un río reseco hasta alcanzar las raíces profundas del mar. Siempre junto a ella, en la imagen oscura de un sueño, escribía una historia en el aire. La historia de Nada.
Hasta entonces siempre quiso vivir, pero un día, de pronto, decidió que, en la vida, uno debe saber cuando llega el momento adecuado en que debe morir, y cargó con su historia y sus viejos recuerdos, y subió a la montaña más alta con la idea de nunca volver.

martes, 12 de mayo de 2009

Antonio Vega

Ahora ya descansa de toda la tristeza
su voz y su guitarra se han ido para siempre.
Hay un espacio vacío entre las flores
la chica ya no volverá a jugar en el jardín.

Se ha ido
dejando tras de sí un mundo diferente
la huella del talento, su mirada cansada,
la voz sin esperanza de su melancolía.

Ahora son las nueve de la noche. Una zarpa de tigre le espera agazapada entre las sombras. Nace un niño y se muere Antonio Vega, y la chica siente un dolor que le abrasa en el alma.

Nada sirve de nada, sólo el talento. La vida viene y va, como las amapolas. Mañana va a llover -siempre llueve cuando muere un poeta-, y existirán las rosas, igual que existieron ayer y existirán mañana.

Ahora son las nueve de la noche, pero eso ya da igual, Antonio Vega ha muerto y el mundo se ha quedado solo.

Los cristales de Olga

Eran las nueve de la noche cuando Olga salió del laboratorio. Tras ella, bajo la lente del microscopio, un conjunto de partículas de cristal de color rojo se había organizado de un modo nuevo, con un orden y un sentido, que nadie, excepto ella, podía comprender. En el tren, de vuelta hacia su casa, Olga estaba pensativa. Había invertido tanto tiempo y tanta energía en el proyecto que ahora sentía que esos cristales formaban parte de su vida, como su corazón, su alma o sus recuerdos, y que ellos poseían la respuesta de algo que aún no sabía definir. Olga buscaba dotar a sus cristales de una estructura nueva, tal vez una nueva forma de transparencia muy cercana al vacío, ajena a cualquier distorsión. Algo que le proporcionara el acceso hacia una visión de la luz y el color, muy próxima al origen de la vida.
Cayó la noche. Miró por la ventana. Sobre el vagón del tren brillaban las estrellas. Como cristales blancos ─pensó, y una sonrisa se dibujó en sus labios─. El tren siguió su marcha, como tantas otras cosas siguen su marcha en nuestras vidas. Olga aún no lo sabía, pero en esos cristales buscaba la respuesta al misterio perfecto, universal, sutil, frágil y eterno, de la armonía.

lunes, 11 de mayo de 2009

Ya no podía recordar

Esa tarde Jameela sintió que ya no podía ir más allá. Acababa de cumplir dieciséis años y, de pronto, sintió que había perdido las ganas de vivir. Miró a su alrededor y contempló la calle en que nació. De las casas más grandes apenas quedaba la fachada. Todo a su alrededor eran escombros, polvo y miseria. Junto a un pequeño muro derruido, unos niños jugaban a la guerra. En un cruce, un carro se había atascado, y unos hombres lo empujaban mientras gritaban y golpeaban inútilmente al burro, en un intento vano de salir de allí.
Jameela cambió el recipiente de barro de una mano a la otra. Luego, de vuelta, si conseguía agua, sería aún más pesado. Una ráfaga de viento arrastró una nube de polvo. Sintió el sabor a tierra en la garganta. Cerró los ojos. Intentó taparse la boca con un trapo, pero no había manera, ese polvo estaba por todas partes, impregnando cada momento de su vida. Ya no podía recordar cómo era su mundo antes de que todo fuera invadido por el polvo.
Jameela atravesó despacio la ciudad, igual que cada día. Su vida, desde hacía siete años, se resumía a eso: atravesar una ciudad en ruinas con un enorme cántaro y regresar después hasta su casa. Hoy no había conseguido agua. Mientras volvía, unos aviones sobrevolaron la ciudad, eran unos pequeños puntos diminutos en el cielo, volaban a gran altura, casi no se veían, sólo se oía el monótono ronroneo de la muerte y el retumbar lejano de las bombas, igual que cada día.
Jameela de pronto se sentó en el suelo. Estaba en medio de la calle. Ya no podía ir más allá. Acababa de cumplir dieciséis años y sus lágrimas formaron surcos en su rostro cubierto por el polvo. El mismo polvo en que se había convertido su mundo, su vida, su ciudad.

Finanzas

Un hombre mata a un hombre
Un animal mata a otro animal
El dinero se posa sobre los cadáveres
Los inversores son llamados
A la reunión de la sangre en el salón.
Carneros viejos, acabados
De miradas febriles
Cuentan su oro al otro lado del muro de la soledad.
Desde la oscuridad
Me llega el tintineo de esas monedas que caen,
Una tras otra,
y escucho sus suspiros de satisfacción.
Les oigo contar: “un muerto, cien muertos, mil muertos…”

domingo, 10 de mayo de 2009

¿Lo sabes?

    La encontré sentada en el suelo, en una esquina, bajo un soportal. Eran las tres de la madrugada y llovía con rabia. Encogida, miraba al infinito y se abrazaba las piernas con los brazos. Aquel lugar olía a orines y a excrementos. Esperé de pie, a su lado, a que la lluvia cesara. Era una noche extraña, el agua formaba ríos, arrastrando a su paso papeles, desperdicios, vasos de plástico... Toda la suciedad del mundo parecía precipitarse calle abajo. De vez en cuando alguien pasaba a la carrera. Se oían voces y ruidos de sirenas. Me quedé mucho tiempo en silencio, mirando la lluvia resbalar sobre los tejados, hasta que dejaron de oírse las sirenas. Entonces le dije a la muchacha: ¿sabes? La mente nos dice que es imposible, que no somos capaces, que ya es demasiado tarde, o que nunca lo vamos a conseguir -la joven, me miró como si regresara de muy lejos-, pero la mente se equivoca. Lo único que sucede es que tiene miedo. Miedo a sobreponerse, miedo a luchar, miedo a no ser capaz de conseguirlo. ¿Lo sabes? -pregunté-.

   -Sí -contestó-. Se levantó despacio, me dio la mano y nos fuimos de allí. Había dejado de llover y las luces se reflejaban de un modo hermoso en el asfalto.

jueves, 7 de mayo de 2009

Reflexión

   En aquel tiempo yo había descubierto que no sabía nada de nada. No sólo no sabía quienes eran los demás, ni llegaba a entender las extrañas razones que los movían, sino que tampoco sabía quién era yo mismo, pero... ¿Quién sabe realmente quién o qué es?

  Le di muchas vueltas a la idea que tenía de mí y a la forma en cómo me veían los demás. Oía sus comentarios cuando pasaban a mi lado, les oía cuchichear, estudiaba sus gestos... Alguna vez me señalaban. Una tarde -se había ido la luz en la oficina-, Marta, la chica que trabaja en la mesa de la esquina, puso su mano sobre mi y la mantuvo allí, caliente y palpitante, durante un rato, hasta que casi me ahogo de calor. Fue un poco embarazoso, pero desde ese día, esa chica, pasó a ser especial.

  En aquel tiempo reflexioné durante largas horas, de día y de noche, intentando comprender el sentido y el fin de aquella vida que me había tocado llevar. Hoy me he olvidado de eso. Creo que, por fin, lo he comprendido. Soy un muñeco de nieve dentro de una bola de cristal llena de agua. Ese fue mi destino y así debo vivir. Algunos días pasa Marta, me toma entre sus manos, me da la vuelta, y entonces, en mi mundo empieza a nevar. A ella le gusta -veo sus labios sonreír a través del agua y los copos de nieve-, y si a ella le gusta lo que soy, a mí también.

miércoles, 6 de mayo de 2009

Ella alguna vez fue hermosa y estuvo viva

Hay un instante en la noche
en que todo se para, hasta la vida.
Una mujer sin nombre canta una estrofa de Lou Reed
la repite una y otra vez, como una letanía
“hey babe, take a walk on the wild side”
y en su voz rota el dolor se vuelve intenso, tangible y pesado como la losa que cubre una tumba.
La mujer canta y me mira con sus ojos vacíos, con su alma vacía
con su cuerpo acabado, infinito, profundo... Helado y oscuro, como un abismo en el fondo del mar.
La mujer canta y el dolor crece y atraviesa todas las heridas,
Y avanza como una ola que arrasa todo lo que existe.

Su mano golpea un instrumento
que suena como un corazón
como un doliente corazón agonizante.

¿De dónde vienes mujer de los sesenta?
¿En qué momento perdiste la luz de tus ojos y el último resto de tu belleza?
No les cantes a ellos. Aún no pueden comprender.
Sólo yo reconozco tu canto de muerte en esta noche ciega
donde no queda ni el brillo de una sola estrella para ti.

Lo sé, has llegado hasta aquí, y ese lado salvaje, esta noche, es un infierno más terrible de lo que nunca llegaste a imaginar.