martes, 30 de marzo de 2010

En medio de la nada

Eran las seis de la mañana: Ángel y Leo estaban sentados sobre un muro de piedra en las afueras de la ciudad. Frente a ellos, en medio del cielo de la noche, brillaba con todo su poder la luna llena.
Ángel pensaba en esa vieja luna del pasado. Pensaba en el dolor y en la desolación de las vidas que había malgastado tratando de vivir sus sueños. Unos sueños que –ahora lo sabía bien-, nunca se iban a realizar.
-¿Sabes Leo? –dijo, volviéndose a su amigo-, todo esto es tan hermoso y sin embargo no sirve para nada. No hay nada que encontrar. Todo es un escenario falso, un decorado absurdo donde lo único real que existe es el dolor.
Leo no contestó: pensaba en sus propios fracasos. Tras ellos el cielo se cubrió de nubarrones negros. Eran los nubarrones más negros que nadie vio jamás en un cielo de primavera. En un lugar de la ciudad se había levantado viento y el agua de la lluvia golpeaba los cristales con una fuerza descomunal. Un tren pasó a lo lejos. Se oía el golpeteo de las ruedas al pasar sobre las traviesas de la vía. Era un ruido rítmico y constante, como el de un corazón que galopaba hacia el fin infinito de la noche. Leo miraba la luna fijamente. Ninguno de los dos decía nada. Mientras, detrás de ellos, la oscuridad, la lluvia, el viento, devoraban un mundo atormentado que el resto de la humanidad había fabricado a su medida. Un mundo hostil, mediocre. Un mundo de sueños muy pequeños. Un mundo de preguntas que nunca obtendrían una sola respuesta. Eran las seis de la mañana. Los dos estaban solos, cada uno a su manera, aislados sin remedio, perdidos en un mundo que apenas existía ya en medio de la nada.

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