jueves, 4 de marzo de 2010

La realidad

Después de algún tiempo que había pasado ocupado en lamerme las heridas, regresé a aquel lugar. Allí todo seguía como siempre. El local estaba lleno a pesar de la hora y sobre todas las cosas flotaba el mismo ambiente sórdido que había dejado unos meses atrás. Elisabeth (claro, este no es su verdadero nombre), salió de detrás de la barra y vino a saludarme. Era una chica alta, delgada y demasiado inteligente como para perder su vida en un sitio así. Aquella noche se había puesto una microminifalda negra que le sentaba muy bien. Me saludó y me dijo que dónde me había metido y todas esas cosas. Hablamos, y mientras tanto fueron apareciendo los demás. Me pusieron al día al poco rato. Alberto había dejado a su última pareja y ahora estaba enrollado con Alicia, que había dejado a Luis, que ahora andaba con Eva, que había dejado a Carlos y así infinitamente… Todos hablaban, contaban las cosas de sus vidas y yo, mientras trataba de escuchar, miraba a Elisabeth, que parecía flotar en medio de un universo que se precipitaba sin remedio en el vacío. Sentía que aquella realidad no era la mía, que no existía un yo que pudiera considerarse mío en ese estúpido lugar, que todo era ficticio. Un texto escrito por un mal escritor, un escritor mediocre y descuidado que no sabía nada del arte de escribir historias. De repente todo el mundo paró de hablar y me miraron. Debían haberme preguntado algo, pero yo no lo había escuchado, tan absorto estaba en mis pensamientos. Se hizo un tenso silencio y yo pensé: “Señor Dios Todopoderoso, creador del cielo y el infierno, usted que habita en todas partes y que conoce todas las cosas, jodido omnipotente ilimitado, debería mejorar su técnica, porque esta relato que está escribiendo no es más que una basura y no funciona”.
Quedé a las cuatro de la mañana con Elisabeth (ella acababa su turno a esa hora). Fui a su casa y allí, en su cama, seguimos conversando. A Elisabeth le gustaba filosofar. Hablamos de la realidad, De nuestra realidad, que no existe en ninguna parte. Sentí que no éramos más que dos pobres supervivientes en un mundo mediocre y desolado, un mundo sórdido y absurdo, plagado de preguntas que nadie podía contestar. Cuando ella se durmió ya había amanecido. Mientras la contemplaba pensé que un hombre más sensato daría su vida por un instante así, pero que era demasiado tarde para mí. Ya no podía sentir. Ya no sabía sentir. Un gran vacío había ido creciendo en mi interior y ahora ya no quedaba nada allí. Aquella realidad no era la mía.

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