miércoles, 10 de marzo de 2010

Quizás quería saber

Esa mujer poseía una música dentro, una especie de melodía que tenía la facultad de conmoverme y hacer que, más tarde o más temprano, siempre quisiera volver hasta su cuerpo. Algunas veces, mientras amanecía, contemplaba la vida latir en sus manos pequeñas y me dejaba llevar por esa sensación cálida, como de olas de mar, de azul de cielo y viento, y entonces sentía en lo más hondo del corazón que no había un más allá después de ella y que yo era un hombre afortunado. Me gustaba verla dormir. Era tan ella, tan profunda, tan perfecta en ese instante. Mientras la contemplaba, jugaba a imaginar que viajábamos los dos, juntos, en uno de sus sueños. Yo no tenía un nombre, ni tenía un lugar, sólo era alguien sin rostro, un agujero negro en medio de la nada, alguien que caminaba a su lado por un instante. Un hombre a quien gustaba el tacto de la arena de la playa o el calor de un rayo de sol cuando terminaba el día. Amanecía y mientras yo la observaba dormir, mi mente se abría hacia lo eterno, sólo con verla. Ella tenía ese don. Sin hacer nada, sólo con su presencia, provocaba ese efecto en mí. Probablemente estaba enamorado de ella, como el que se enamora de una idea, de un sueño, o de un milagro. No sé. El caso es que, a pesar de todos esos sentimientos, no pasaba mucho tiempo sin que sintiera una necesidad terrible de marcharme lo más lejos posible de su lado. ¿Porqué se hacen este tipo de cosas? No sé. Quizás quería saber. Lo único que puedo recordar de aquellos años era esa necesidad inmensa de saber.

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