martes, 2 de marzo de 2010

Regresar al principio

Su vida no se limitaba a las cosas que soporta la tierra, tenía puesta su mente en algo que existe más allá, pero la vida es como una piedra que rueda barranco abajo, todas las cosas rodando descontroladas… Y un día se fue.
Era uno de esos domingos absurdos en los que el mundo no tiene nada que contar a mi cerebro aún dormido. Yo andaba tirado en un charco, recordando vidas pasadas. No tenía ganas de existir, ningunas ganas. Las cosas perseguían a las cosas, pero a mí no me interesaba eso. Todo era cazado de algún modo, y al mismo tiempo, todo era cazador. Y yo, desde el punto exacto que había llegado a alcanzar, en ese lugar adonde me había arrastrado a través del infinito hastío de mi vida, contemplaba la raíz fundamental de todo aquello. Me quité el abrigo, de pronto había salido el sol. Era el primer rayo de sol desde hacía un buen montón de tiempo. Resultaba curioso ver, desde la intensidad de ese curioso instante, todos los días tirados por el suelo, los meses y los años, acumulados de un modo caótico, uno encima de otro, rotos, viejos, gastados, reventados, como zapatos viejos, a fuerza de acumular desolación. Sentí el calor del sol sobre mi cara. Esto está bien, pensé: la vida da una tregua. El charco en el que estaba, de pronto, y sin saber porqué, se había secado, y en su lugar apareció la imagen de un gran espacio abierto donde uno, si andaba con cuidado, podía llegar a ser feliz.
-Hola –dijiste.
-Hola –te contesté. No te había reconocido.
-Las cosas son las cosas y el cielo se encuentra en todas partes –respondió-, se echó el pelo hacia un lado. Tenía el pelo tan largo y tan hermoso como siempre.
-Y tú, ¿ya has regresado? –pregunté.
-Volví hace cuatro días. Reventaron mi corazón en un oscuro tren en un lugar en el norte de de Europa.
La estuve observando durante mucho tiempo. No parecía ella. Trescientas mil vidas se habían instalado en sus mejillas. Lo debía haber pasado mal.
-¿Oye? –me dijo, pero no continuó la frase.
-¿Comemos algo? –respondí.
Me levanté del suelo y los dos nos fuimos a comer. No hablamos más y mientras caminábamos, ella me tomó de la mano. Sentía el contacto de su mano y era la misma sensación de calidez que había sentido siempre junto a ella. Trescientas mil vidas no es nada. Nunca pude entender porqué era tan sencillo amar a esa mujer. ¡Qué extraño mundo este! –pensé-. De pronto habíamos regresado al principio de todo. Todos éramos cazadores y cazados.

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