domingo, 12 de octubre de 2008

El mundo de los otros

Carlos tenía programado su despertador para que sonara a las siete, pero a las seis le despertó un estrépito. Su vecina de arriba se había levantado y estaba pasando el aspirador, cinco minutos más tarde abrió la ventana, sacudió la alfombra y dejó caer un jarrón de cristal, que se rompió al estrellarse contra el suelo. Apagó el aspirador, se puso unos zapatos, fue al otro extremo de la casa, y regresó. Volvió a poner en marcha el aspirador. A continuación encendió el equipo de música. Un rap repetitivo sonó a través del techo.
Carlos se resignó. Estaba claro que no iba a dormir más. Se levantó, fue al baño y se vistió. Salió a la calle. Era de noche y hacía frío. Cogió su coche y condujo por la autopista camino del trabajo. Carlos era prudente, respetaba las normas, detestaba enfrentarse con la gente. Un coche hizo una maniobra peligrosa. Pensó: la gente ha perdido la cabeza. Miró el cuadro de mandos: correcto, voy justo al máximo de la velocidad permitida, pensó, y se puso en el carril de la derecha, mientras el resto de los coches le pasaban.
Ya en su trabajo, ─Carlos trabajaba en una pequeña empresa familiar de material de construcción─, aguantó un par de impertinencias de la cuñada de su jefe, que ese día parecía estar de peor humor que de costumbre. Carlos podía haberle dicho algo, pero detestaba enfrentarse con la gente. Desde pequeño, sus padres le habían enseñado ese tipo de educación que está fundada en la prudencia y el respeto a los demás.
Carlos aguantó el día como pudo. Era un mal día. El encargado le llamó al despacho y le comunicó que este año tampoco le subiría el sueldo. También le dijo ─mientras lo decía miraba fijamente unos papeles─, que si no quería tener problemas era mejor que se llevara bien con su compañera de trabajo. “Es su cuñada, ¿entiendes?”, dijo muy serio. Carlos no respondió, se limitó a asentir con la cabeza.
La jornada terminó. Carlos cogió su coche y condujo de nuevo por la autopista. El día había empeorado. La temperatura había descendido y el cielo tenía un aspecto amenazador. Estaba encapotado y tenía un color blancuzco que auguraba una fuerte tormenta.
Las luces de emergencia del coche de delante le indicaron que había que parar. Había habido un accidente. Paró el motor. Al rato pasó por el arcén una ambulancia. Había comenzado a nevar y los copos se acumulaban en el cristal del coche. Esperó. Había un silencio sepulcral. Carlos, de pronto, se sintió perdido en un lugar de un universo al que había dejado de pertenecer hacía mucho tiempo. Un policía golpeó el cristal con los nudillos. Carlos bajó un poco el cristal. El viento helado le devolvió a la realidad. El policía dijo:
─¿Tiene usted una manta o algo parecido? Hay que tapar unos cadáveres.
Carlos le dio su abrigo. Fuera nevaba cada vez más fuerte.

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