martes, 14 de octubre de 2008

Montaña Fría

Era temprano: todo estaba en silencio. Tan sólo el crujido de mis crampones clavándose en el hielo rompía la calma del lugar acentuando aún más la soledad de la montaña. El día había amanecido encapotado, hacía demasiado frío y las nubes no me dejaban ver más que una parte de las inmensas paredes que rodeaban el glaciar. Me dirigí hacia una de ellas. La ladera se iba inclinando progresivamente hasta convertirse en un tubo de nieve casi vertical, entonces, en ese punto, bajo una enorme piedra, se encajonaba un poco, y uno debía ascender por una canal de hielo que se perdía de vista en la base de un espolón de roca.
Estaba solo. A mi derecha, el muro de piedra brillaba cubierto por una fina capa de nieve y algo más arriba empezaba una inmensa cascada de hielo vítreo, de color azulado, que ascendía hasta perderse de vista entre las nubes. Contemplé muy despacio el viejo desafío. A los lados de la cascada, la pared de granito era de color negro y brillaba a pesar de la grisácea luz del día. Caía agua por todas partes. Colgado de mis piolets me estremecí ligeramente. ¡Tantas veces había soñado con subir por ahí!
Ascendí ganando altura hasta llegar a un paso estrecho, en penumbra. El hielo estaba tan duro que tenía que golpear varias veces con cada piolet antes de dar el siguiente paso. Sentía bajo mis pies el vacío total de la pared de hielo. Superé ese tramo y, jadeando, llegué hasta una repisa. Tenía la boca seca. Me relajé, probé un poco de nieve. Miré hacia abajo. La vista era espectacular. Pensé que no debía subir solo por estos sitios. Me di la vuelta y miré de nuevo a mi derecha. Entonces sucedió. Le vi caer cabeza abajo desde algún punto de la cascada y se estrelló en la nieve que el viento de la noche anterior había acumulado sobre una repisa inclinada que había en mitad de la pared. Luego, como a cámara lenta, se deslizó de lado, alrededor de quince metros, hasta parar justo al borde del abismo.
No había acabado de entender lo que pasaba cuando noté el golpe de adrenalina en mi interior. Golpeé con los piolets el hielo de la pared, ascendí algunos metros, busque una grieta y la seguí. Avancé en diagonal por ella y salí a una canal de nieve algo más blanda. Luego hice una travesía a la derecha que a mi me pareció eterna. Allí paré un instante. Intenté tranquilizarme un poco. Se me había acelerado tanto la respiración que me estaba asfixiando. Tranquilo, pensé, concéntrate en lo que tienes que hacer. Por fin alcancé la repisa, bajé hasta él, y le agarré de la chaqueta. Pensé: ¡Dios, está inconsciente! ¡Maldita sea! Miré hacia arriba. No había nadie. No se veía ni rastro de una cuerda, pero llevaba puesto el arnés, y colgado de él, gran cantidad de material. Tiré de su cuerpo porque se iba resbalando. Intenté apartarme del borde del barranco, pero me resbalaba en la nieve blanda. ¡No lo muevas!, pensaba, ¡no lo muevas!, pero se me hundían los pies y no podía dejar de tirar. De pronto oí un ruido a mi espalda. Me sobresalté como si hubiera oído el sonido de una avalancha. Casi solté su cuerpo.
Era su compañero. Había rapelado y estaba tras de mí. Gritaba: ¡joder! ¡joder! ¡joder!, y se tapaba el rostro con las manos.
¡Ayúdame!, le dije. Le sujetó y yo monté un anclaje en la pared y me puse a cavar con el piolet una repisa. Le colocamos boca arriba. Entonces le miré a los ojos: tenía las pupilas negras, terriblemente dilatadas. Está muerto, pensé. Le tomé el pulso. No tiene pulso, dije. Hay que hacerle un masaje cardíaco, dijo su amigo, y puso las dos manos en su esternón y comenzó a aplicar presión. Un estertor de muerte indescriptible llegó de sus pulmones encharcados. ¡Para! ¡Para!, le dije. ¡Está reventado! ¡Para!
Nos quedamos los dos mirándonos un momento en silencio. Sólo se oía el jadear de nuestra respiración. Miré su cuerpo más despacio. Su pierna estaba rota en algún punto y caía de un modo inverosímil hacia un lado. Tenía roto su pantalón de nieve y se había orinado. Volví a tomarle el pulso mientras le miraba a los ojos. Está muerto, dije. No se puede hacer nada. Tenemos que bajar a buscar ayuda. Yo bajo, dijo su amigo, y sin decir nada más recuperó su cuerda y descendió perdiéndose por la pared.
Me quede solo en la repisa, junto a ese chico del que no conocía el nombre. Tenía el pelo rizado, de color negro, y una barba de adolescente que apenas le cubría su rostro. Parecía dormir, aunque tenía los ojos completamente abiertos. La montaña estaba vacía y en silencio. Las nubes habían descendido y una humedad terrible se estaba apoderando de todo aquel lugar. Me quité mi plumífero y cubrí con él su cuerpo. No soy médico, pensé, igual sucede algún milagro, pero a continuación pensé también que aquello no era más que un gesto absurdo y, sin embargo, me sentía mejor viendo ese cuerpo así, más abrigado. No le tapé la cara, parecía mirar a algún punto lejano. Nos envolvió la niebla. No se veía nada. Sentí un frío terrible. La montaña estaba vacía, nunca antes había estado tan vacía.

No hay comentarios: