martes, 21 de octubre de 2008

La moto robada

Digamos que se llamaba Pedro, aunque ese no era su verdadero nombre. Pedro era un joven delgaducho, que acababa de cumplir los dieciséis. Su familia era humilde, y por aquel entonces vivía en un barrio de las afueras de Madrid. Pedro quería una moto pequeña, pero eso era un lujo que apenas se podían permitir, así que se las ingenió para conseguir que su padre le comprara una, con la promesa de que la utilizaría para ir a trabajar.
Pedro estrenó su moto y como había prometido, se puso a trabajar. Se hizo representante. Vendía cinta aislante, filtros de aire, bujías, y todo tipo de repuestos para el coche. Con su moto empezó a recorrer los barrios de la periferia, calle tras calle, de taller en taller.
─Perdone –decía mil veces cada día─, ¿Puedo hablar con el encargado?
Pronto le conocían en todos los talleres de la zona y en las ferreterías. Le compraban bastante bien y él aprendió cómo saber los precios de la competencia y cómo jugar con los márgenes que le quedaban, después de los descuentos, para ganar el máximo sin perder una venta.
Todo iba bien, muy bien. Le encantaba ir de un lado para otro con su moto. Llegó un momento en que ya no podía entregar él solo los pedidos, llevándolos en la mochila que cargaba a su espalda. Ahora, al terminar el día, iba a la empresa, dejaba los pedidos, y ellos mandaban todo en una destartalada furgoneta. Pronto se fijaron en él, pues nunca antes nadie había vendido tal cantidad de cinta aislante en esa compañía.
Pedro, cada noche, dejaba su moto aparcada en la plaza de garaje de un vecino de su portal. La guardaba en un hueco, debajo de una rampa. Un día, cuando se disponía a empezar su jornada, se encontró que le habían robado los puños, las manetas, la palanca del cambio, y algunas cosas más. Pedro maldijo su destino, preguntó a todo el mundo, y así localizó al ladrón. Era un asunto feo, el hombre era un tipejo de cuidado. Decidió ir a buscarlo al bar donde paraba.
─¿Estás loco? ─decían sus amigos─ ese tío te va a matar. Pero él estaba decidido. Al menos tenía que hacerse respetar, de lo contrario, le pasaría lo mismo cada día.
Nadie le quiso acompañar. Pedro cruzó solo un barrio de las afueras, luego, con la cabeza hirviendo, cruzó también un descampado, y ya en el poblado gitano, se fue derecho al bar. Allí, en la barra, rodeado de colegas y de un par de fulanas, estaba el tipo aquél. Tenía treinta años, era enorme y tenía fama de ser un animal. Pedro se le quedó mirando, parado en medio del local, y entonces dijo:
─¡El que me ha robado las piezas de mi moto es un hijo de la gran puta y si tiene “güevos” que salga a la calle a partirse la cara conmigo!
Todo el bar se quedó en silencio, mirando al hombretón aquél. Pedro, temblando por la indignación, repitió de nuevo su amenaza.
El tipo se levantó despacio, se acercó un poco a él, y después de un momento de silencio, dijo:
─No te reviento la cabeza a ostias aquí mismo porque tienes cojones. Más cojones que ninguno de éstos ─dijo, señalando con su mano llena de anillos, al resto de sus compañeros, luego se dio la vuelta, regresó hasta la barra, pidió otra copa y se sentó de nuevo.
Pedro continuó:
─Lo dicho –dijo mirando a la gente del bar─, vosotros sois testigos: el que me ha robado las piezas de la moto es un hijo de puta ─y sin decir ni una palabra más, se dio la vuelta y salió del local.
Mientras cruzaba el descampado, con el corazón brincándole en el pecho, aún podía oír las risas saliendo de aquel bar. Pedro no pudo volver a reparar su moto, ni volvió a trabajar. Como solía suceder en aquel tiempo con tantas otras motos, la suya se pudrió sin arreglar. Se jugó el pellejo por nada, pero, curiosamente, después del día aquél, no se sabe porqué, a Pedro le adoraban las fulanas.

No hay comentarios: