miércoles, 8 de octubre de 2008

Gaviotas

Llegué a la estación de madrugada. Faltaba poco tiempo para que comenzara a amanecer y decidí salir a buscar algún lugar donde tomar algo caliente. Me adentré en la ciudad extraña. Eran las cinco y media, y en la calle peatonal los comercios permanecían cerrados. La luz grisácea del crepúsculo daba a la escena un ambiente frío, irreal, que me hizo estremecerme dentro del abrigo. Unas gaviotas chillaban en el cielo. Al llegar a un punto que formaba una esquina con una estrecha calle transversal, me llegó hasta la nariz un olor agrio, intenso. Junto al escaparate de una tienda, un vagabundo dormía sobre un cartón, tapado con una manta. Bajo él se extendía una mancha oscura, mezcla de orines y vino derramado. Un silencio pesado flotaba en el ambiente. Mientras caminaba el eco devolvía el sonido de mis pasos. Al fondo de la calle, las gaviotas se habían posado sobre la acera y caminaban erráticas, graznando, como si discutieran unas con otras. Cuando llegué hasta donde se habían agrupado me paré a contemplarlas. No se asustaban. Pasaron a mi lado ignorándome, sin apartarse, como si no existiera. De pronto se pusieron en marcha. Ahora parecían saber muy bien adónde iban. Me llamó la atención su gran tamaño. La penumbra del día le otorgaba a su plumaje blanco un aspecto extraño y sobrenatural, que me hizo sentirme más solo de lo que nunca antes me había sentido. Noté como el frío me calaba hasta los huesos. Esos seres ya no me parecían pájaros, sino alguna especie de espíritus capaces de sobrevivir a una catástrofe universal. Sus ojos amarillos miraban fijamente a un punto. Todas miraban hacia allí, de un modo tan intenso, que parecían estar hipnotizadas. Me di la vuelta, miré en su dirección y vi al vagabundo. Eran las cinco y media, aún no había amanecido y la calle estaba desierta.

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