martes, 17 de febrero de 2009

Caer en círculos

Era el año mil novecientos setenta y seis y a Carlos le habían diagnosticado un trastorno bipolar. Tenía dieciséis años y a veces me decía cosas como éstas: “¿sabes, Ángel?, los sabores me toman, caen en círculos, y algunas veces se precipitan oscuros en el fondo de una parte de mí que desconozco y allí se mezclan con otros sabores aún más grandes, tal vez de color verde, eso aún no lo sé muy bien, y permanecen perdidos, lo mismo que este chicle que mastico y entonces siento que...” Y así seguía tratando de explicarme todo aquello.
Era mi amigo y pasé muchas horas junto a él, escuchando cada día ese tipo de cosas hasta que cumplió los veintidós. Durante aquellos años fracasó en todo: novias, estudios, amigos y trabajo, y sin embargo yo siempre le admiré. Sólo ahora, después de tantos años, comprendo porqué y de qué manera le admiraba. Pensaba que era un genio, una especie rara de genio incomprendido. Un tipo demasiado bueno, sincero, sabio, profundo y razonable, como para que los demás le respetaran.
Recuerdo que podía predecir cualquier cambio de tiempo a partir de algo que él llamaba: “la actitud de la hierba” y que siempre sabía lo que iba a hacer alguien antes de que lo hiciera. Era típico, cuando íbamos juntos en el autobús, que me dijera: “¿ves a esa señora del abrigo? Ahora va a cambiarse el bolso a la otra mano”. Y de cada cien veces, noventa no se equivocaba. Su vida era una especie de mezcla de dolor y de aventura apasionada.
Una tarde de otoño -estábamos los dos sentados en un banco, y él trataba de explicarme la fascinación que le causaba ver los círculos que dibujaban en el aire las hojas secas al caer-, me dijo: “amigo, no puedo con la vida”.
-Exactamente ¿con qué parte no puedes de la vida? -dije yo.
No supo contestarme. Se suicidó dos días después. Aún le echo de menos, tal vez por eso, siempre tengo tendencia a rodearme de locos como él.

No hay comentarios: