jueves, 26 de febrero de 2009

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Nos habíamos sentado en la terraza de un bar que daba al muelle. Frente a nosotros, los barcos de vela balanceaban sus mástiles, mecidos por la brisa. Hacía sol: una mañana perfecta para estar junto al mar.
-No puedo regresar –dijo, mientras bajaba la mirada-. Aquella vida era peor que cualquier forma de muerte.
Mi amiga había dejado atrás dos hijos mayores de edad, un marido, dos coches deportivos, una casa de lujo, y un puesto de supervisora en una multinacional.
-¿Qué vas a hacer ahora? –pregunté.
No contestó. Los dos nos quedamos mirando los barcos en silencio. El agua lanzaba destellos de luz que desaparecían en el aire. Comprendí que las grandes preguntas, las que marcan un cambio radical en nuestras vidas, casi nunca se pueden contestar. Cada detalle cuenta. Frente a nosotros, se extiende un mar desconocido, y cada decisión nos marca un rumbo nuevo que no sabemos dónde y cómo terminará. Por eso, algunas veces, lo único que uno consigue hacer es mantenerse a flote mientras dura la travesía, mirando con aprensión el horizonte, a la espera de que aparezca una delgada línea gris que nos indique que, al fin, hemos conseguido llegar, de nuevo, a tierra.

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