jueves, 26 de febrero de 2009

Treinta pastillas en un bote azul

Cae la tarde en un barrio residencial de las afueras de Long Beach. El señor Akaji Nagamura contempla la puesta de sol desde la cristalera del salón. Respira hondo, sonríe, y un dulce escalofrío de poder le recorre la espalda. Le han nombrado director ejecutivo de una importante empresa farmacéutica. Tan importante como para reportar este año unos ingresos anuales de ciento veinte mil millones de dólares. Ahora, después de tomar posesión de su cargo, el señor Nagamura calcula que, si todo sale bien, en doce meses más, ingresará en las cuentas que tiene en Panamá y en las Islas Caimán, cincuenta y dos millones de dólares libres de impuestos; un ciento cincuenta por ciento más de lo que ingresó cuando sólo era uno más de los cuarenta pequeños directivos que tiene la compañía repartidos en sus filiales de Asia.
El señor Nagamura mira cómo se pone el sol sobre este mar azul de California y siente que el mundo es un lugar en orden, que el sistema funciona, que todo marcha bien.
Meiying nació en un lugar de china que no aparece en las guías de turismo. Tiene ahora veinte años y lleva dos encerrada en la fábrica. Su trabajo consiste en contar y colocar treinta pastillas dentro de un bote azul. Tiene que conseguir hacerlo tres mil quinientas veces cada hora. Si todo sale bien y lo consigue, le pagan cincuenta y cinco céntimos de dólar a la hora, sino, le reducen el sueldo a la mitad. Trabaja doce horas cada día. No la dejan hablar, ni ir al servicio, excepto cuando no puede más. Libra dos días cada mes, y algunas veces, cuando mira a su alrededor disimuladamente y ve a sus compañeras metiendo las pastillas en ese bote azul, siente que algo no marcha bien, que el sistema no es justo, que algo falla en algún lugar de este planeta.

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