jueves, 5 de febrero de 2009

Sequía

Aquel verano el calor resultaba insoportable. Hacía meses que no llovía y ni los más viejos del lugar habían conocido una sequía así. La casa daba a un pantano, que ahora no era más que un lodazal reseco, con un círculo de agua sucia en el centro. Ellos pasaban el verano allí, desde hacía ya muchos años, solos los dos, mirando al lago y recordando a su hijo que ya no estaba.
Casi nadie pasaba por allí y mucho menos ahora que no había ninguna posibilidad de pescar o darse un baño, por eso les extrañó oír el ruido de un motor. Salieron al balcón y se quedaron quietos escuchando. Un automóvil se acercó por el camino polvoriento que atravesaba el pinar. El motor del coche se paró dos veces, y después de varios intentos, las dos veces volvió a arrancar. Los dos contemplaron como se dirigió hacia el lago y atravesó la franja de barro seco que tiempo atrás había sido la orilla. Se movía a tirones, traqueteando, como un animal a punto de expirar.
En el silencio del campo, las ruedas producían un chasquido extraño al aplastar el barro agrietado; un sonido oscuro, desagradable, cargado de malos presagios. Ella, de un modo instintivo, se acercó a él, y le rozó la mano, pero él no se movió. Sólo observaba.
Las cigarras dejaron de cantar en el instante en que al coche se le paró el motor, embarrancado definitivamente en el barro que rodeaba el charco miserable. Se oyó a un ave rapaz chillar en algún lado; salvo ese ruido, el silencio ahora era total.
Todo permaneció así durante un tiempo -los dos ahora, no podían dejar de mirar hacia el centro del lago, hipnotizados por algo que contenía la escena-, luego, se abrió la puerta del coche y un hombre descendió. Caminó con cuidado un par de pasos hacia el agua, pero se hundió en el barro. Primero levantó una pierna y luego, con mucho más trabajo, levantó la otra. Llevaba los dos brazos en alto y un bidón de plástico en una mano. Aún consiguió avanzar un par de pasos, y luego otro par más, pero el barro le rodeaba. Avanzó unos metros más: el agua aún quedaba lejos; pero el hombre ya había perdido los zapatos y el barro le llegaba a la cintura. De pronto se paró, bajó los brazos, los enterró en el barro, y comenzó a llorar. Lloró durante mucho tiempo; se le oía sollozar con claridad a pesar de la distancia, parado allí, de pie, diminuto, con su cuerpo medio hundido en el lodo.
Los dos volvieron a entrar en la casa sin mirarse. El calor resultaba insoportable. Nunca antes habían padecido una sequía así, bueno, nunca antes no, hubo una vez, de eso hace ya muchos años.
La mujer se refugió en el baño, con la foto de su hijo apretada contra el pecho, Su hijo, un niño de diez años, que ahora ya no estaba.

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