miércoles, 13 de enero de 2010

En aquel tiempo

En aquel tiempo me asombraba como podía pasarme días y días sin ver a ningún ser humano. Al caer la tarde me sentaba tranquilo junto al mar, y esperaba a que se pusiera el sol. Aquel acantilado era mi templo, mi palacio, mi mundo, mi horizonte, y en la costa desierta cada gesto tenía su lugar. En el banco de arena sumergida que separaba el islote de la costa, florecían hermosas caracolas y en el jardín de algas, rosarios de medusas flotaban en el agua esparciendo su luz. Aquel verano viví de esa manera, perdido en un punto sin nombre de la costa. O tal vez aquel hombre no era yo, no sé, todo ha cambiado tanto que casi no puedo recordar. Pero aún recuerdo el mar, eso sí lo recuerdo bien. La mar, el mar, mi mar... Mi amado mar... ¡Qué lejos si te pienso ahora, aquí, mientras camino solo, perdido en medio de la nieve!
Aquella mañana amaneció de pronto y un sol resplandeciente corrió a ocupar su sitio en el espacio. La luz era tan clara, el cielo tan azul, el día era tan blanco, que casi no se podía mirar. Frente a la costa faenaban dos o tres barcos de pesca muy pequeños, y en ellos, sobre cubierta, un par de hombres se afanaban en recoger las redes. El mar lanzaba destellos a la costa, y el agua se llenaba de matices. Verdes rabiosos jugaban con las olas, azules profundos huían mar adentro, blancos traviesos salpicaban las rocas de la costa. Era como si un enjambre de flores hubiera tomado posesión de aquel campo de agua.
Mientras lo contemplaba, algo se me metió en el corazón y perdí la noción del tiempo. Sentí una sensación de plenitud inexplicable. Hoy soy feliz, pensé. Y supe que nunca más volvería a ser feliz como lo fui en ese instante. El sol subió y subió en el cielo y el día fue pasando de una manera extraña. Unas olas rompieron contra el acantilado mientras unos peces pequeños buscaban su comida entre las rocas. Pude sentir entonces el latido del mar bajo mis pies, a quince o veinte metros por debajo. El mar y yo éramos la misma cosa. El cielo fue cambiando lentamente, primero se puso amarillento, luego se desplegó un telón violeta triste, luego rojo volcán. La lava descendió deprisa hasta hundirse en la línea del horizonte, y al fin, definitivamente, todo se volvió gris, y después negro.
Recuerdo en aquel tiempo, como podía pasarme días y días sin ver a un ser humano. La bóveda celeste era mi casa. A veces, al caer el sol, me sentaba tranquilo junto al mar, y escuchaba la voz de este planeta. Mi corazón sentía entonces todo ese gran poder inexplicable que se nutre de aquello que fue nuestro pasado y avanza hacia futuro. La gran transformación del universo, el misterio del cambio, que existe y late y vibra en nuestras manos. Recuerdo en aquel tiempo, como al caer el sol, mi alma se dejaba llevar por todo esto. De noche, en el jardín de algas se mezclaban medusas con estrellas, mientras dentro de mí, el planeta seguía su viaje en el espacio.

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