martes, 19 de enero de 2010

Su nombre

Ahora he olvidado su nombre, pero aún recuerdo esa manía suya de regalarme cosas que no me interesaban (un calendario con fotos de jugadores de fútbol, pequeñas estatuas de yeso pintadas de negro y purpurina, apestosos pescados sacados de dios sabe dónde...). Siempre quería regalarme algo y yo siempre lo rechazaba. Todo esto sucedía porque una tarde le di un viejo reloj. El caso es que a partir de entonces, se desvivía conmigo.
Una vez me llevó a su casa. Siempre estaba empeñado en llevarme, y no paró hasta que lo consiguió.
Su casa era un pequeño cobertizo al fondo del poblado, justo al lado del vertedero. Dentro, en la única habitación que aún conservaba el techo, sólo había un hornillo de gas, algunas latas, botellas vacías de cerveza, y una destartalada cama. Sobre la cama, rodeada de restos de comida y cacahuetes, dormía una perra mestiza, color marrón. Recuerdo que entonces comprendí por fin adónde iban a parar todos esos aperitivos que él se guardaba siempre en los bolsillos.
En el bar no caía bien porque era un hombre de mal beber y a veces se pasaba de la raya. Debido a eso algunas noches se iba caliente para casa, pero a mí, incluso bebido, me respetaba, nunca supe porqué. Aquella tarde, en aquella casucha, sentados los dos al borde de la cama, me contó algunos detalles de su pasado. No había nada original. Era una historia como tantas otras historias; una historia de mala suerte, de errores, de pérdidas y de desolación. Me fui muy tarde, se había levantado viento y la lluvia arreciaba (ahora, mientras escribo esto, recuerdo que tenía una perdiz en una jaula, colgada junto a la puerta. La jaula se balanceaba con el viento y el pájaro estaba aterrorizado).
Cuando salí de allí, el poblado se había convertido en un inmenso lodazal. Los pozos negros se estaban desbordando y un par de hombres intentaban meter dentro de una pequeña nave a dos caballos que no querían entrar. Me fui de allí en medio de lo que parecía ser un fuerte temporal, seguí mi vida y no volví a pensar en él.
Al cabo de unos meses regresé y me extrañó no verlo. Cuando les pregunté a los hombres me contaron que lo encontraron muerto. Lo encontraron al día siguiente, rodeado de cascotes, sentado en la cama, con la cabeza entre las manos, como dormido, pero morado y tieso como una estatua de piedra. Aquella noche, después de irme yo, su cobertizo había perdido lo poco que quedaba del tejado. Cuando al día siguiente la gente pasó por allí y lo encontraron, la perra aún estaba junto a él.
Fui a ver a esa perra un par de veces. Se la había quedado una señora mayor. Siempre que iba, no sé muy bien porqué, me acercaba hasta las ruinas de su casa. Permanecía mirando el sitio mucho tiempo (la jaula estaba en el suelo y la perdiz no estaba). Alguien se había instalado en ese lugar y ahora también él comenzaba a tapar con piedras y plásticos las ventanas y lo poco que aún quedaba del tejado. El nuevo era otro hombre muy parecido a él: el mismo mono azul, las mismas manos, la misma expresión de soledad en su cara arrugada... Me saludó y me dijo su nombre, pero yo no escuché. Después de aquello fui a ver a la perra un par de veces. La perra se llamaba Reina y estaba bien cuidada, el nombre del dueño lo he olvidado.

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