jueves, 21 de enero de 2010

Una botella

Aquello no pintaba bien: la fiesta estaba en pleno apogeo pero Lucas tenía otras cosas en la cabeza. De momento trataba de encontrar una ventana, una puerta o algún otro agujero por donde salir al exterior y coger aire. Subió por la escalera al primer piso, avanzó por un pasillo estrecho que se balanceaba de un lado para otro al ritmo de las pulsaciones de su corazón. Estoy mareado, pensó, muy mareado, y una sensación desagradable de vértigo asomó a sus ojos. Se dio la vuelta antes de llegar al final y trató de regresar al piso de abajo. Una pareja salió besándose de una habitación. Tropezó con ellos, salió despedido y chocó contra la pared. Cayó al suelo y acabó de rodillas entre ellos. “Tranquilo tío”, dijo, mientras se levantaba. La escalera, al fondo, parecía no tener final. Bajar por ella no era una sensación demasiado agradable, notaba el pulso de la sangre en las sienes y algo le oprimía el pecho de un modo que le estaba agobiando cada vez más.
Al llegar al salón la música le golpeó en la cara, las notas se aplastaron contra su rostro y luego se deslizaron por él como un reguero de miel pegajosa. Un amigo le agarró de una pierna cuando pasaba junto a un sofá: alguien había encendido la televisión y las imágenes bailaban por las paredes cubriendo los muebles con una espeluznante gama de colores. Al ver aquello se mareó aún más y sintió ganas de vomitar. Intentaba soltarse cuando su amigo le ofreció un pequeño frasco con unas pastillas en su interior. Dudó, pero ante la mirada insistente de su amigo, se metió las pastillas en la boca, tragó, y continuó su camino hacia el exterior. Atravesó la sala esquivando algunos muebles y al fin salió. Respiró hondo el aire helado de la noche y, por un instante, se sintió algo mejor. Estaba en una terraza que daba a un jardín. Oía cantar un grillo en alguna parte. Era un chirrido metálico, penetrante, histérico, que se perdía entre los árboles desgarrando el paisaje y su cerebro. Miró a su alrededor alucinado y entonces vio una botella. Estaba tirada en el suelo: era una botella de plástico y parecía estar llena. Se sentó junto a ella, la tomó entre sus manos y, muy despacio, desenroscó el tapón. Lo observó largo rato. El tapón era de color azul y los laterales cortaban. Observó con cuidado aquel trozo de plástico: tenía rayas; sentía esas rayas clavarse en las yemas de sus dedos como cuchillas. Trató de entender lo que pasaba y llegó a la conclusión absurda de que estaba apretando con demasiada fuerza. Gimió ante la impotencia de no sé sabe qué y de pronto sintió unas ganas tremendas de llorar. Tiró el tapón a un lado y bebió un largo trago: era un líquido frío, con un sabor muy fuerte. Sintió el líquido deslizarse por su garganta, bajar hasta su estómago y quedarse allí estancado. Luego empezó a sentir calor. Después tuvo una sensación extraña. El líquido esperaba allí, en su interior, alguna cosa. Tal vez alguna decisión. Algo que él debiera hacer. Sintió aquel líquido como un ser vivo que esperaba dentro de él. Lucas inclinó su cuerpo, se puso a cuatro patas, y el líquido cambió de posición. Lucas gimió. Ahora le ardía todo el cuerpo. Se dejó caer y se tumbó en el suelo de lado. Dos chicas pasaron por allí y las oyó reír. Sintió los golpes de la música llegar desde muy lejos, aunque tal vez no era la música y sólo eran los latidos de su corazón. Cada vez le dolía más el pecho y ahora además todo ardía dentro de él. Sacó un puñado de pastillas de su bolsillo, se las metió en la boca y las tragó de un golpe. El tapón de la botella había ido a parar bajo una hamaca y parecía observarle en silencio, gimió, pensó que debía relajarse un rato, quedaba mucha noche por delante.

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