domingo, 17 de enero de 2010

Un directo en la boca

Salí de ese lugar y caminé perdiéndome en un laberinto de calles. Tenía que pensar con calma en todo lo que me había sucedido en los últimos tres días. Una vez más la vida me había conectado un directo en la boca y yo, de nuevo estaba a punto de caer. Otro combate perdido, recuerdo que pensé. Pero ahora, después de tantos años de perder, apenas sentía ese dolor de antes. La vida era una continua decepción, y nada más, y mi alma parecía haberlo asumido hacía mucho. Atravesé algunas calles desiertas; el frío me encogía el corazón. Me puse un viejo gorro de lana en la cabeza. El sol fue desapareciendo al fondo, tras los bloques de casas, y se hizo de noche. Me dolía una mano. Me había hecho un profundo corte con el cristal de una botella rota. Miré a mi alrededor, no había nadie. Barrios de la desolación, pensé, y continué mi camino hasta alcanzar una avenida. Allí, un río de coches se dirigía hacia las luces de un centro comercial. Era viernes y todo el mundo hacía ese tipo de cosas. Gente corriente haciendo cosas corrientes. Antes, cuando aún creía que vivir podía ser una experiencia interesante, no concebía esa manera de pasar por la vida. Ahora, con el paso de los años, algunas veces me encontraba a mí mismo mirando con la mente en blanco a uno de esos matrimonios con hijos que volvían cargados de bolsas de la compra de algún supermercado. Gente corriente. No; yo nunca podría ser uno de ellos, y sin embargo ahora los contemplaba sintiendo en mi interior una punzada extraña.
Atravesé un puente que cruzaba sobre una autopista y allí el frío era aún peor. Al otro lado había un grupo de casas en construcción. Salté una valla y le di una patada a una puerta de madera que cayó con estrépito al suelo. Entré: era la planta baja de un local bastante grande. Junté algunos trozos de madera y encendí un fuego. Me senté y contemplé mi sombra danzando en la pared. Me gustaba oír el crepitar del fuego. Un perro se asomó a la puerta. Lo llamé y se acercó. Era uno de esos perros de caza, pequeño, de pelo duro color canela. Lo acaricié y se tumbó a mi lado. Al rato se quedó dormido. Era como si hubiéramos estado juntos desde siempre. No podía dormir. El fuego se apagó y yo permanecí toda la noche mirando esa pared, a oscuras. Al otro lado del hueco de la puerta la niebla se había apoderado de la calle y todo estaba empapado de humedad. Miré aquella pared toda la noche. Tenía que pensar con calma en todo lo que me había sucedido, pero no conseguía pensar. Lo único que hacía era mirar esa pared vacía. A ratos, el perro movía las patas en sueños, como si corriera. Llevaba una cuerda atada alrededor del cuello a modo de collar. Mi mano, cubierta de sangre seca, se iba inflamando más y más. Notaba el calor del perro a través de mi abrigo. De pronto comprendí que ese era el único calor que había sentido en los últimos seis años. Intenté rebuscar en mi pasado pero no conseguí encontrar un poco de calor, así que continué mirando la pared toda la noche.

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