jueves, 12 de agosto de 2010

Mi alma

Aquella noche él regreso de nuevo, llegó a mi corazón desde el otro lado del silencio, donde había permanecido esperando mucho tiempo. Nos observamos sin decir nada, mientras a nuestro alrededor el universo se convertía en piedra. Estaba frente a mí, no había cambiado nada. Tenía el mismo aspecto de siempre. Traía en su alma los fantasmas de otras vidas pasadas, los instantes perdidos, la nada, el reflejo fugaz de una estrella en el agua del mar, los recuerdos, las mentiras, los errores, las tragedias, las muertes… Todo lo falso, lo terrible, lo vacío y absurdo de la vida. Y traía también ese viejo dolor. Extendió su mano y me entregó todo aquello. Ya casi había olvidado esa otra forma del dolor. El dolor inhumano, desgarrador y profundo que no se consigue superar. Yo le observaba. Habló y me dijo: “…porque, tarde o temprano, en la vida, todo desaparece y se tiñe de amargura, y los recuerdos, la existencia y el mundo, se transforman en derrota y amargo destino, he vaciado esta noche mi alma de todo lo que fui y he venido a verte. Te entrego lo que había en ella. Ahora no soy más que un recipiente vacío, un abismo sin luz, una sombra, una noche infinita en la que nunca conseguiré dormir…”
Miré a mi alrededor tratando de encontrar algo a lo que aferrarme –una palabra, un gesto, un resquicio de luz, un terremoto, una pequeña esperanza, unos ojos, una caricia, un cuerpo, una dulzura azul reconfortante…-, pero no había nada. La noche era una esfera líquida de un espeso color negro-dolor atormentado. Mientras tanto él hablaba.
Aquella noche me contó muchas cosas: cosas que yo ya había oído antes, pero que, ahora, escuchadas de sus labios, tenían una intensidad mucho mayor: pesares inimaginables, desastres que destrozan una vida. En sus ojos traía el gran dolor de todo lo que había visto. Me dijo que mirara en su interior. Allí había un niño y estaba todo él cubierto por una especie de lodo negro. Su rostro estaba manchado de carbón. Tenía una mancha de sangre en la nariz. Había también una mujer, estaba enferma. Toda esa soledad les rodeaba, se los comía. Sentí que me estallaba el pecho y no pude mirar. Ya no veía. Las lágrimas no me dejaban ver. Todo aquello era una loca cabalgada hacia un final inevitable. Traté de respirar pero no pude. Nada tenía sentido. ¿Cómo seguir viviendo con todo ese dolor? Me sumergí.
Aquella noche él regresó de nuevo, después de mucho tiempo. Hablamos. Me contó muchas cosas. Yo le escuché en silencio. Miré en el fondo de sus ojos y allí no conseguí encontrar una sola razón para seguir. Nada tenía sentido. Yo nunca encontraría las palabras, yo nunca encontraría una sola razón para existir. Me dijo que mirara en mi interior: entonces comprendí que mi alma también era un recipiente vacío. ¿Qué iba a hacer ahora con todo ese dolor?

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