lunes, 16 de agosto de 2010

Una puesta de sol

Aquella tarde fuimos a ver una puesta de sol. Caminamos un trecho bajo un firmamento escondido. Caía la tarde y los objetos tenían ese color de las flores que mueren. No hablábamos mucho. Flotaba en el ambiente una atmósfera pesada de derrota. En las calles estrechas el olor a orín hacía irrespirable cada paso. Era agosto y la ciudad olía a cadáver de perro, a rata aplastada sobre el asfalto, a vómito de borracho, a excremento, a comida podrida en algún contenedor. Recordé cada abismo abierto entre nosotros, las manos extendidas a la memoria, los besos en los labios del invierno, cuando todo era blanco y se abarcaba en un único abrazo.
Pero ahora se habían reunido los demonios y todos luchaban entre sí. Aquello era una fiesta, una gran cacería, un desastre. ¡Qué lejos se escondía nuestra felicidad! Yo te dije que se nos acababa el tiempo y le pregunté la hora a un muchacho de piedra. Tú tratabas de sonreír pero aún no podías. Yo miraba hacia atrás y observaba las palabras de amor que morían despacio en la estela que ibas dejando tras de ti al caminar.
Sólo era una tarde sin nombre de verano. Todo era normal: la gente se había reunido a charlar en la hierba, a la sombra, en los parques, en los bancos deshechos de la plaza, donde dos ambulancias no dejaban morir a un par de ancianos que ya habían dejado de luchar, y algo muy sutil se había roto en tu interior y ahora nada ni nadie podría repararlo. Caminamos a solas, sin alma, dejando nuestra vida atrás. Pasaba el tiempo y las calles se hacían más estrechas, las paredes crecían, hasta que en un momento se cerraron definitivamente. No se podía respirar, y nosotros, perdidos sin remedio, buscábamos desesperadamente, a ciegas, una puesta de sol.

No hay comentarios: