martes, 24 de agosto de 2010

Su abismo

Aquella mañana, yo escuchaba su voz y analizaba cada uno de sus deseos, su pasión; la historia de esos hombres y mujeres que habían construido los mejores instantes de su vida. Ella había venido hasta mí siguiendo un camino tortuoso. Su vida estaba construida como una catedral al borde de un abismo y ante ese precipicio, ella se debatía siempre. Yo recordaba historias parecidas de otros seres humanos, hombres, mujeres, niños, que, a menudo, venían a mí, pero tal vez ninguna antes había sido tan intensa, febril y desproporcionadamente abrumadora, como su historia. ¿Por qué me había turbado oír el tono de su voz precisamente esta mañana?
Pero ahora todo eso daba igual: a pesar de mi altura yo podía sentir su contacto, la pasión de sus gestos, su olor, y sobre todo, esa manera extraña que tenía de electrizar el ambiente, y en un instante fugaz sentí que iba a entrar en contradicción conmigo mismo. Estaba agotado después de los últimos diez mil intentos de salvar ese pequeño mundo azul perdido en medio de la nada que ahora ella habitaba con esmero para mí. Traté de tomar distancia.
Abajo, muy lejos de donde me encontraba yo, la Vía Láctea seguía luciendo como siempre. Ese pequeño río de luz en una esquina del firmamento. Siempre me había hecho gracia contemplar esa pequeña muestra de mi imaginación. Esbocé una sonrisa y luego se me humedecieron los ojos y tuve que parpadear. Al final los cerré, cegado por mi propio, oscuro precipicio de la Nada. Traté de recordar cómo empezó mi historia, pero no recordaba nada más allá del principio de todo lo que existe.
¡Cuántas cosas llegaban hasta mi corazón desde la eternidad sin nombre que ella llamaba a veces, con su mejor sonrisa, el tiempo y la distancia! Costumbres adquiridas, gestos de amor, locuras de juventud, defectos impropios de alguien que existía y cobraba vida en todas partes, a cada instante, en cada animal y en cada objeto creado. Y luego, claro, también estaba mi corazón. Tener un corazón, sentir, cuando todo queda fuera de ti, resulta tentador, pero es un gesto inútil. Ahora comprendí que yo también anhelaba un contacto. Tal vez había llegado el momento de detenerse a escuchar el sonido de este universo que me había rodeado siempre, desde el principio de los tiempos, pero hasta eso resultaba tremendamente complicado. La vida y yo éramos uno, el universo y yo, esa mujer y yo, los astros, los planetas, el mar y el sol del nuevo día que ella amaba tanto cuando lo veía alzarse limpio y renovado, cada mañana, como un nuevo milagro de mis manos… Todo era yo y era como quererse a solas. Y me desesperé. Sentí que no existe un dolor más inhumano que esta soledad terrible en la que vive Dios y deseé tan sólo ser uno más de esos diminutos seres humanos que sienten cada cosa, cada uno de los días de su vida. Sentir como uno de ellos era algo que nunca alcanzaría a poseer, aunque fuera yo mismo el que los había creado. Ser Dios era aburrido, era algo absurdo, porque al final, todo me resultaba indiferente, excepto, tal vez, esa mujer que electrizaba todo con su mirada. Yo era capaz de amar, estaba claro, pero era una forma de amor perfecta, tan perfecta que resultaba fría, ajena, impersonal. Sin embargo, algunas veces, me sorprendía ante un pequeño gesto suyo y entonces pasaba horas enteras contemplando su vida, tratando de entender esa manera extraña de sentir que la arrastraba siempre al borde de su abismo sin fondo, sin salida.

No hay comentarios: