lunes, 2 de marzo de 2009

UNiversos

Sentado en los restos de un viejo sofá destartalado, al fondo de la sala, observaba a la gente bailar, hablar, reír, hacer pequeños gestos. El humo inundaba el espacio de ese lugar adonde un misterioso destino nos había arrastrado. Aquella noche, diez mil universos se habían reorganizado para que todos nosotros coincidiéramos allí, decididos, cada uno a su manera, a construir un instante especial en el que poder olvidar, creer en algo, vivir, comprometerse, o romper la inercia de cualquier existencia fugaz, o tratar de entender una sola manera de continuar el camino, o quizás desaparecer tragados por la música, el humo y las ruinas de una desolación.
Yo observaba ese mundo nocturno de alcohólicos dementes, de locos desquiciados, de jóvenes que están en lo mejor, justo alcanzando ahora las cimas de sus vidas, con la euforia de un cielo que atrapar, repleto de estrellas, de oxígeno y de luz. Y también observaba a los otros, a los que ahora, después de un momento de gloria, regresaban, mezclados con una multitud de derrotados, cansados de su rápido ascenso por la existencia, terminado ya todo de pronto y sin saber apenas lo débil y fugaz del tiempo que habían consumido. A esos los veía rumiar febriles, murmurando, apartados, sus neurosis profundas, sus fracasos.
Sentado al fondo de la sala, con todo el infinito del tiempo de una noche por delante, borracho de experiencia y sensaciones, yo observaba toda la intensidad de esa vida que se desarrollaba ante mis ojos. Las curvas fascinantes en los cuerpos de aquellas chicas, sus rostros embrujados por la noche, las drogas, el baile y el alcohol, su forma de moverse en ese espacio repleto de humo y objetos invisibles, con sus cuerpos etéreos flotando sobre el agua estancada de una vida mediocre que habían conseguido engañar por un instante.
Junto a mí, un grupo de negros con aspecto de película del Bronx, preparaban su cóctel de sueños y de medicinas, con su pose de pandilleros duros y, al mismo tiempo, tristes, con su aspecto mezcla de niños y gigantes, atrapados en una historia irreal que ya ni ellos mismos se llegan a creer, apagados sus ojos de tristeza. ¿Dónde quedó todo aquello que nunca conocimos?, parecen preguntarse –pequeños gigantes desolados-, mientras junto a ellos, unos cuantos desconocidos, con gabardina y rastas, despliegan contra el cielo su estela de humo azul, mezclados con dos esquizofrénicos, que le hablan a la nada, perdidos sus cerebros para siempre por los efectos de ese dolor perpetuo que llaman metanfetamina y convierte los grandes pensamientos en un frágil cristal.
A mi lado, una chica, me trae de regreso al presente. La observo mientras baila una danza oriental. Sus hombros y sus manos, sus ojos, su sonrisa, lanzan al espacio la luz de un ancestral incendio. Toda la magia y la sensualidad de un universo extraño que late con la fuerza descomunal de alguna creación extraña que ejerce en los sentidos una tremenda y poderosa conmoción. Ella, por un instante, de nuevo, hace que se detenga el tiempo. Frente a mi corazón, lejano e inaccesible, como una galaxia a miles de años luz, se desarrolla el drama del existir del mundo, lo hermoso y lo terrible de la vida de cada ser humano. El tiempo se despliega y multiplica en cientos, miles de direcciones, mientras, a mi lado, mi amiga, atrapada en la magia de su danza, me sonríe, embrujada de noche y de futuro, mientras percibo, con toda claridad, como en ese momento se cierra una historia perfecta, la historia de un instante, de un momento fugaz de nuestras vidas que se pierde de un modo irremediable en un pasado extraño que nunca volverá.

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