martes, 28 de julio de 2009

Ceniza en la mirada

Puede que fuera cierto o puede que no, pero ella tenía algo en la mirada que hacía creíble todo aquello. Me dijo que los dos habíamos muerto, y yo escuché su comentario como el que escucha cualquier otra cosa normal. Eran las tres de la madrugada y un par de barrenderos regaban la calle cien metros más abajo. En una esquina de la plaza, bajo la luz mortecina de la farola, un indigente rebuscaba en una papelera las latas que aún contenían un poco de cerveza, y cuando hallaba una, bebía el contenido con pasión. La mujer me contó que había muerto hacía mucho tiempo y yo escuché su historia. Nada especial: una de esas típicas muertes por sobredosis, hastío y decepción. En cuanto a mí, no quise conocer la razón por la que había muerto yo, y no lo pregunté. Ella se fue al rato con un tipo que llamaban El Holandés y yo permanecí en mi banco, mirando el reloj de la torre. Hasta esa noche pensaba que yo era diferente, que no era uno de ellos y sin embargo, de pronto comprendí que llevaba demasiado tiempo en ese lugar, sentado en ese banco, rodeado de esa gente, mirando ese mismo reloj que siempre marcaba las tres. La mujer que me contó la historia de su muerte tenía los ojos de un triste color gris; el mismo triste color gris que desde hacía tiempo tenía yo también en mi mirada.

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