jueves, 23 de julio de 2009

Sin salida

    Si durante un momento pudiera contemplar lo que veo con una mirada nueva, sacudirme de encima mi experiencia, todo lo que he aprendido, y tener plena conciencia de lo que soy y del significado de mi paso por el mundo... Juan pensaba en todo eso de un modo mecánico, sin prestar demasiada atención. En el vagón del metro había poca gente. Una mujer, con aspecto de sudamericana, tecleaba en su móvil un mensaje y dos asientos más allá dormitaba un joven demacrado. Eran las doce y media de la noche de un día de diario. Estábamos en en el mes de julio y en la ciudad no había mucha gente. Juan miró al fondo del vagón sin interés: estaba cansado y hacía un calor sofocante. Juan pensó en todo lo que había vivido en los últimos seis años, en todo lo que había contemplado. ¿Y todo para qué?, pensó. Nada sirve de nada, la vida no crece en este sitio. Miró al lado opuesto del vagón. Un inmigrante dormía. Llevaba unas sandalias que dejaban ver su pies aún manchados por el cemento y el polvo de la obra. La vida no crece en esta ciudad, murmuró, este lugar es un desierto. Juan levantó la vista y sintió como su alma también se había secado, como el polvo reseco que cubría los pies de ese hombre. El vagón se detuvo en su estación. Juan salió, caminó hasta la escalera mecánica y se dejó transportar hasta la puerta que salía a la calle. Fuera sólo estaba la noche. Una noche sin fin y sin salida.

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