miércoles, 1 de julio de 2009

El mendigo y la Biblia

Yo tenía doce años. Entonces vivía en Barcelona y solía jugar en un suburbio. Una noche volvía a casa demasiado tarde cuando me tropecé con él. Estaba sucio, tirado en un sombrío callejón, y parecía que no se había movido de ese lugar en muchos años. Apenas le veía el rostro, cubierto por el pelo y por la barba. Tan sólo podía ver sus ojos. Brillaban a la desvaída luz de la farola, rojos y chispeantes, como dos tizones encendidos.
No sé porqué razón ─yo entonces era un niño solitario─ me detuve y me puse a hablar con él. Me enseñó un pequeño libro. Era una Biblia antigua, con tapas de cuero que en algún momento habían sido de color verde oscuro. Se cerraba con una pieza de metal dorado.
Mira esto, -me dijo, señalándome un dibujo que había en una de las hojas, y que representaba a un hombre anciano con un halo de luz en la cabeza-. El ser humano ha creado cientos, miles de dioses, pero sólo hay un cielo verdadero y es ese que existe sobre nuestras cabezas. Un cielo azul, sin límites. Cada nube es un dios, cada estrella, la respuesta a una duda. ¿Ves esa zona oscura del firmamento? ─me dijo señalando un punto─, no dejes que nadie te incite al odio o la violencia, pues el cielo sabe que están equivocados. Busca prosperidad para los tuyos, que son toda la humanidad. Da a los que te rodean lo mejor de todas las culturas de la tierra, pues su estudio les abrirá el paso hacia el conocimiento, y el conocimiento les llevará a un futuro de paz y libertad. ¿Sabes, pequeño?, apréndete bien esto: ningún hombre sabio puede ser confundido con las necias ideas de los que siembran odio y desean el mal de los demás.
Miré la Biblia. El mendigo cogió un pequeño lápiz. Había tachado ya cientos, miles de frases de ese libro. Entonces sus ojos se posaron en una de ellas. Decía: “ojo por ojo, diente por diente”. Tachó la frase con cuidado y miró al cielo. Yo miré también. Una estrella se encendió despacio y luego brilló con fuerza iluminando ese punto, antes oscuro, del firmamento. El viejo sonrió: todo el cielo parecía brillar de un modo diferente.

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