miércoles, 29 de julio de 2009

Siete de la tarde

Siete de la tarde: me he sentado en un parque, en lo alto de un montículo de hierba que domina la autopista. Mientras toco con mi flauta una melodía de música celta contemplo el tráfico y mi mente se pone a divagar. La gente circula enloquecida con sus coches en medio de un ruido atronador. Frenazos, pitidos, insultos, maniobras absurdas que ponen en peligro la vida de los demás. Casi hay un accidente cuando un camión se incorpora de un modo irracional en la autopista. Frenan los coches y el chirrido de las ruedas se mezcla con el humo, el polvo y la agresividad. Hasta donde alcanza la vista todo el mundo es asfalto. La ciudad hierve con el calor del verano; no queda un solo espacio natural. ¿En qué hemos convertido nuestro mundo? Toda esta prisa absurda para ir a ningún lado. Sentado en el montículo de hierba, ajeno a esta locura, pienso en esa especie de lobo sin manada en el que me he convertido. Demasiados años viviendo al margen de esta forma de vida de los otros, viviendo entre esta gente extraña, arrastrando a diario mi historia de proscrito. Miro al cielo y veo que tiene un color sucio y gris a causa del humo de los coches. Guardo mi flauta, monto en mi bicicleta y me marcho de allí. Siento que en medio de este mundo enloquecido no queda nada de nosotros, pobres esclavos de esta forma absurda de vida.

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