miércoles, 15 de julio de 2009

Sentado en la arena

  He quedado contigo: seiscientos kilómetros para venir a verte. Ahora, sentado en la arena caliente contemplo el devenir del mundo. Este lugar que extraño y que intento escribir cada día. Observo a un matrimonio, junto a ellos hay una pareja, parecen estar enamorados. Unos niños corren hacia el puesto de helados. Un par de señoras mayores no consiguen abrir el grifo de la ducha. El sol aprieta y la gente se quema los pies. Estamos en la playa y yo sólo puedo pensar: “¡Válgame Dios, esto es como el infierno!” Me entra la depresión y siento como sobre el desconocimiento de las cosas hermosas planea el pájaro del mal. Cae el sol desde lo alto y aplasta cualquier gesto que nos pudiera conducir hacia donde se esconde esta mañana la calma y la sabiduría. Todo pasa despacio, como en una película mal hecha. Hay un sauce que vive en lo inmenso, una brizna de hierba que crece en un alma, un amor extendido donde empieza la orilla del mar. Todos somos de todos, pienso, y al final, sin remedio, sucede que no queda ya nada de nosotros en el viaje. No somos más que humanidad, gente que hace más gente. Medito acerca de esto y me entra la tristeza,  y entre tanta tristeza pasa una hora o un segundo y apareces de pronto, más guapa que nunca, con el pelo teñido de rubio y un bañador que puede destrozar cualquier orden o pensamiento que hubiera existido antes de ti en este planeta. Miro a mi alrededor: hay que ver como ha cambiado todo de repente. La playa es un lugar amable. La arena ya no quema. Alguien ayuda a las ancianas con el grifo. Los niños regresan, felices, con su helado.

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