jueves, 16 de julio de 2009

Una mirada

   Aquel verano comprendí, de un modo repentino, con una intensidad desconocida, que cada persona era un ser único. Que no existía, ni llegaría a existir, nadie como cada uno de ellos. Recuerdo como sucedió: yo paseaba mi mirada sobre toda aquella desolación de gente marginada cuando un gesto en el rostro de una mujer llamó poderosamente mi atención. Era muy tarde y estaba muy cansado. Casi todo en mi alma hacía rato ya que había huido lejos; entonces ella se sentó junto a mi, se dio la vuelta y vi en el fondo de sus ojos el rastro de una antigua sonrisa. Aquella mujer malherida, destrozada por el alcohol, había conservado un último gesto de amor y de felicidad dentro de ella, y allí permanecía, extático y perfecto, como un secreto eterno, y brillaba en sus ojos con un extraño resplandor. En ese instante comprendí el secreto. Desde entonces miré a cada persona de un modo diferente, se me abrieron las puertas, y pude reconocer lo que existía en el alma de todos y cada uno de ellos. Ya no podía sentir repulsión o asco, rechazo o desconfianza. Todos tenían dentro un mundo y un momento, una felicidad perdida, un dolor, un pasado, una causa, un anhelo, que llegaba hasta mi, nítido y claro, con la fuerza de una esperanza, desde un rincón de su pasado. 

   A través de la calle, las prostitutas se juntaban en grupos: una reía alegremente, otra enseñaba sus zapatos dorados a una compañera. Era verano, las calles estaban desiertas. No era una buena noche para obtener clientes, pero aunque no podíamos verlas, sobre todos nosotros brillaban las mismas estrellas. Aquel verano comprendí que era sencillo amar. Amar a este mundo en silencio.

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