Mientras caminaba por aquellas calles desiertas pensaba en que el mundo moría cada día mientras él atravesaba todos los campos de la desolación. La gente pasaba a su lado, sin verle, absortos en sí mismos, y todos arrastraban un alma dolorida, enferma de deseo y de aflicción. Él aún no había comprendido hasta qué punto se había alejado de todo aquello. Aún no lo sabía pero, en su mente, en un momento extraño, había dejado de formar parte de la bandada, del orden del rebaño, del origen y el fin de todo ese dolor.
Caminaba sin prisa entre aquella multitud de seres perdidos, observándolo todo con los ojos vacíos, con la mente vacía, captando cada olor, cada mínimo gesto, cada palabra y cada pensamiento, que él guardaba con infinito cuidado en su interior, intentando entender, a la espera de que todo eso le aportara nuevos conocimientos. La gente resultaba predecible; no había nada nuevo y sin embargo, al pasar por la luz de su alma todo tenía ahora un nuevo significado. Ya nada turbaba su espíritu y eso, a veces, le hacía sentirse un poco extraño. ¿No tengo sentimientos?, se decía, pero no era nada de eso, sencillamente había comprendido el origen de cada acción, había alcanzado alguna forma de extraña comprensión y por eso ya no podía juzgar, sufrir o lamentarse.
Miró a su alrededor: ya no quedaba nadie. Cualquier rastro de vida había desaparecido de las calles. Era muy tarde; probablemente ya era demasiado tarde para que ese conocimiento pudiera conducirle a algún lugar donde poder sentir que esa lucha desesperada pudiera haber tenido algún sentido, pero hasta eso ahora ya daba igual. La vida era un camino y él había caminado sin parar. Miró el reloj del edificio, pronto iba a amanecer y él estaría allí, igual que ayer y antes de ayer, esperando la luz del nuevo día.
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