jueves, 27 de agosto de 2009

Ascender

Muy bien, pensé: lo único que puedo hacer es continuar subiendo. Bajo mis crampones, la pared de nieve se perdía entre las nubes seiscientos metros más abajo. Vivir con toda el alma es arriesgado. Miré hacia arriba: una arista de nieve se prolongaba alrededor de cuatrocientos metros y acababa en un corredor de hielo que ascendía muy alto, hasta perderse de vista en un collado barrido por el viento. Subir, ascender siempre. Noté mis dedos insensibles bajo los guantes; aquello ya no tenía arreglo, pero eso ahora ya no significaba nada; había que continuar. Ascender por la arista más y más alto. Un paso, un golpe de piolet y luego otro, un paso, un golpe de piolet y luego… En una cornisa de hielo me detuve un momento. Era un lugar expuesto; una especie de islote de hielo colgando del vacío, pero yo estaba exhausto. El aire bramaba enloquecido. De pronto sentí que era espeluznante estar en un lugar así. La soledad se coló por cada uno de los pliegues de mi traje de altura. Mi cerebro no conseguía entender esa extraña belleza que ahora llenaba el mundo. El horizonte quedaba muy abajo y el cielo tenía un color extraordinario. Una oleada de nubes entraba por el este. El tiempo había cambiado de repente. Estoy muerto, pensé. Quizás había ascendido demasiado deprisa, demasiado alto, demasiado solo, como para regresar vivo. Quizás nunca iba a volver de ese viaje. Nadie regresa igual de este viaje, pensé, y luego recordé su rostro y cómo la quería, y un par de lágrimas empañaron mis ojos. Pronto se haría de noche y este mundo tan mío se helaría del todo, y yo me helaría con él. Lo peor no era la soledad ni el frío, lo peor no era morir, pensé, lo peor era saber que nunca volvería a verla.

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