lunes, 3 de agosto de 2009

El agua

Ella miraba el agua y él la miraba a ella. Trescientos sesenta y cinco días atravesando un desierto sin fin quedaban muy atrás. Contempló el horizonte; ya casi se ponía el sol y decidieron bañarse una vez más. Cuando entraron en ese mundo de fría transparencia un pez se fue hacia las profundidades. La chica de ojos tristes seguía pensativa. Nadaron en silencio hasta que desapareció la luz. La oscuridad contaba sus secretos a los pájaros y una luciérnaga brillaba entre unas ramas. La luna llena se apoderó del cielo y al rato los ojos de la chica se llenaron de estrellas. Había miles, millones de estrellas en sus ojos. Él contempló su rostro y por primera vez en mucho tiempo pensó que tal vez había merecido la pena resistir. Aquello no era el cielo, pero se estaba bien, y en un instante extraño le dio gracias al universo porque a pesar de todo el sufrimiento aún era capaz de sentir esa sensación. Se sentaron sobre una roca. Ella miraba el agua pensativa y él la miraba a ella. Su cuerpo mojado brillaba de un modo fascinante bajo la luz plateada de la luna. Sus viajes eran muy diferentes, y sin embargo, algo, como un destino extraño, hacía que cada cierto tiempo, coincidieran en un lugar así. Mirando a aquella chica él comprendió que aún no sabía nada de la fascinación del mundo, del agua o de la magia desesperada de la luna. Que no sabía nada de él ni de esa chica, que, a cada instante, tomaba un camino diferente, y que ahora había comenzado a caminar de nuevo hacia un punto lejano al que él no llegaría jamás, situado entre ese laberinto sin fin de las estrellas.

No hay comentarios: