martes, 18 de agosto de 2009

Marcharse

Mientras hacía la maleta, poco a poco, se despidió de las cosas que siempre había amado, las cosas que en el pasado habían constituido el suelo sólido y real que ahora pisaba. Quería cambiar, cambiar a toda costa. Quería avanzar, sentir que caminaba hacia algún punto concreto de su vida, y para eso necesitaba un indicio, una señal, algo que la orientara en la dirección correcta, pero esa misma noche, de pronto, había decidido que no iba a esperar más.
Bajó las escaleras arrastrando la maleta, salió a la calle, caminó hasta la esquina y paró un taxi. El conductor no habló con ella. Al aeropuerto, dijo, y luego guardó silencio durante todo el trayecto.
Era de madrugada y en la Terminal apenas había gente; las salas estaban vacías, excepto algunas personas que dormían aquí y allá, tiradas de cualquier modo, sobre los bancos. Miró a su alrededor: quería cambiarlo todo, sentir que a partir de ese día las cosas iban a ir mejor, pero no conseguía apartar la sombra de amargura que se había ido formado en su alma a lo largo de los últimos años. Respiró hondo, avanzó algunos pasos y le entregó al funcionario la tarjeta de embarque y el pasaporte. El hombre le indicó que continuara y en ese instante ella sintió de un modo atroz que ya no había vuelta atrás, que no tenía opción, que había hecho algo definitivo. El corazón le latía con fuerza cuando avanzó hacia la siguiente puerta; iba a empezar el viaje más largo de su vida, un viaje sin retorno donde todo quedaría definitivamente atrás. De pronto notó que algo intenso y caliente crecía en su interior. Sintió que era valiente y que seguía viva y sonrió al reconocer aquella sensación. Era el latir del corazón de esa mujer que había muerto en ella hacía mucho tiempo y que ahora, en ese instante, regresaba a la vida.

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