miércoles, 26 de agosto de 2009

Lobos de invierno

La alegría de sus risas era el único sonido que rompía el silencio sobre la superficie del lago helado mientras, alrededor de ellos, las montañas, silenciosas y enormes, perdidas en su inmensidad, los contemplaban. La vida era como un diamante perfecto y cada instante de ella brillaba entre sus manos como el destello de un rayo de sol sobre un cristal de hielo, y todo era tan bello y tan perfecto que, hasta el aire, encogido, apenas podía contener todo ese espacio. Una felicidad completa arrastraba todo el azul del cielo tras de si. Los dos, solos en medio de su soledad, vivían su momento, y no necesitaban nada más. Regresaron tranquilos, caminando despacio, desde la eternidad, con la puesta de sol a sus espaldas, hasta la vieja casa perdida junto al río. En el valle, algunos alces cruzaron la ladera; regresaban al mundo de los vivos, dejando la huella de sus pisadas en la nieve. Esa era la señal: el verano llegaba a su fin y pronto, desde el bosque, llegarían los lobos del invierno. Aquel era el momento de vivir. Quedaba poco tiempo y había que quererse con furia y desesperación. Así funcionaban las cosas en ese remoto lugar que habían escogido. Ese era su universo y allí no había tiempo para demorarse en nada que no fuera esencial. Ya en la casa, sentados junto al fuego, con una taza de te caliente apretada con fuerza entre las manos, se miraron a los ojos durante mucho tiempo…

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