jueves, 6 de agosto de 2009

En la calle de Nadie

Al final de la calle de Nadie, en el cruce con la calle del Barco y la del Desengaño, me encontré con ella. Llevaba los mismos vaqueros de entonces y aunque tenía los ojos cansados, pude reconocerla porque aún conservaba los parches de siempre cosidos sobre su corazón.
-Yo te conozco -dije-, aunque ha pasado mucho tiempo desde que me dejaste durmiendo, tirado en el suelo de aquella nave junto al malecón.
Ella me sonrió y yo pude comprobar que era la misma, y en mi alma le di gracias a dios porque aún seguía viva y de pie sobre este mundo absurdo, lleno de calles sucias, de miseria, tristeza y de desolación.
Cenamos muy juntos, sentados en un banco, dos bocadillos de pasta de sandwich vegetal y un par de bolsas de patatas con cerveza, y al final de la cena le dije entusiasmado:
-El mundo es mucho mejor desde que estás conmigo -ella rió: siempre le había gustado que le dijera este tipo de frases tontas.
-Tú sigues siendo el mismo estúpido poeta encantador -me respondió, y me dio uno de esos besos suyos, tan torpes y tan inseguros.
Y seguimos charlando así toda la noche, y en la calle de Nadie, en el cruce de la calle del Barco y la del Desengaño, bebimos cerveza y comimos un par de bolsas de patatas, y una vez más, en esa hora extraña, justo antes del amanecer, sentí que estaba vivo, que era feliz, y que todo tenía un mínimo sentido, y comprendí también que la vida es un misterio sin solución, que, sin remedio, a pesar de nuestro esfuerzo, se nos escapa de las manos siempre.

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