miércoles, 18 de marzo de 2009

Chan

Despacio, el animal abrió los ojos, irguió la cabeza y estiró las patas delanteras. Es una mañana fresca de finales de invierno pero, bajo su gruesa piel y su capa de pelo, Chan se siente caliente. En su interior, alguna forma de instinto, le hace capaz de recordar lo que ha sido su vida. Aquellos años que pasó atado con una cadena en el patio de la chabola. Los palos que le dieron para adiestrarlo, y como fue creciendo en carácter y en fuerza hasta que todos le dejaron en paz. Por sus venas corría la sangre de generaciones de mastines auténticos, y nadie sabe como llegó, siendo un cachorro de apenas mes y medio, a ese suburbio en las afueras de Madrid. Allí vivió hasta ser un perro adulto. Le hicieron pelear con otros perros y, a duras penas, logró sobrevivir a todo aquello. Nadie consiguió acariciarle nunca, excepto su dueño, al que, en más de una ocasión sacó de un buen atolladero.
El animal levanta el rostro y olfatea el ambiente. El olor de la hierba cubierta de rocío le embriaga los sentidos. Se tumba de lado, cierra los ojos, resopla, y un dulce escalofrío de placer le recorre la espalda. Su viejo amo murió hace ya mucho tiempo. Él es un perro viejo. Es un superviviente. Ahora vive tranquilo, en una finca en el campo, y no acaba de entender muy bien porqué en ese lugar le dejan andar suelto, pero hoy todo está bien. Es una preciosa mañana de finales de invierno: su espíritu está en paz y el campo está en silencio.

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