jueves, 12 de marzo de 2009

En la isla de Nong

En el décimo tercer día del cuarto mes llegué a un lugar llamado Manthouke. Eran las diez de la mañana cuando, desde lo alto de la montaña, contemplé la bahía. A unos tres kilómetros ladera abajo, se hallaba el pueblo, con sus casas cubiertas con tejados de madera y un pequeño puerto de aguas azules en el que había amarradas algunas barquichuelas de caña y de bambú, de las que usan las gentes del lugar para pescar. El día resplandecía con la luz de un sol que había aparecido después de cuatro días de lluvia, frío y niebla. Al fondo, casi al final de la franja de tierra que se perdía mar adentro, había un islote pequeño, cubierto enteramente por gigantescos pinos de hojas azules, de esos que llaman de los Himalayas. Me senté en una piedra a contemplar el paisaje. Respiré hondo y me dejé llevar por esa sensación de libertad que me embargaba. Allí pasaría los próximos dos años. Saqué un papel y escribí: “Sobre Manthouke brilla la luz, desborda mi corazón tanta belleza”.

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