lunes, 16 de marzo de 2009

Y la brisa

Una brisa rodeó la esquina levantando a su paso algún papel y una bolsa de plástico. En la avenida ya no quedaba nadie. Las calles del casco antiguo eran rincones sin luz que escondían fugaces parejas de enamorados. Un pájaro nocturno se posó en el tejado de un hotel mientras, seis pisos más abajo, un par de muchachas se besaban con pasión adolescente ─su espalda de piel blanca contrastaba vivamente con el color oscuro de la puerta de madera, una pierna rodeando su cintura, y algún gemido ocasional─. La brisa continuó su ruta calle abajo, y en mi imaginación podía ver con claridad a la mujer del metro, una anciana mujer polaca, que cada noche cantaba su canción.
Las aceras le hacían compañía al corazón y el último lunático de aquella madrugada preparaba la nueva primavera de su vida. Todo era ya melancolía en esa hora extraña en que los barrenderos se ponen a regar las calles, los bares cierran, y se desmoraliza el pianista en la barra del bar. Así era todo aquello, cuando, de un modo inesperado, la brisa los juntó.
Se conocieron, y al final de la noche, entre hierros de andamio y sacos de cemento, ella y él, rodeados de estrellas y espejismos, saltaron al vacío, justo en ese momento extraño en que la oscuridad, muere en el corazón del nuevo día.
Y la brisa rodeó la esquina levantando a su paso algún papel.

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