domingo, 29 de marzo de 2009

La vida en un instante

Yuri respiró hondo, arqueó la espalda, bloqueó los riñones y tanteó el agarre de la barra. Un grito atravesó el gimnasio y doscientos cincuenta kilos subieron en el aire. La barra se combó mientras permanecía apoyada sobre su pecho, doblada ligeramente por el peso de los doscientos cincuenta kilos que soportaba. Con un segundo movimiento la desplazó hacia arriba, por encima de su cabeza, hasta que sus brazos quedaron estirados, luego juntó las piernas, quedó parado, inmóvil en esa posición por un instante, y la dejó caer desde allá arriba. Los discos de hierro sonaron con estrépito al golpear el suelo.
Yuri se sentó en uno de los bancos y se quitó las vendas de las muñecas. Se miró las manos. Estaban blancas por el polvo de magnesio y eran inmensas, anchas y fuertes como las manos de un gorila.
Al ver sus manos Yuri pensó en cómo contrastaban con aquellas manos pequeñas de su hijo. Su hijo… Yuri recordó el día en que nació su hijo. La sala del hospital y el rostro aterrado de Irina. La forma en que le miraba. El doctor dijo: ya está saliendo, y él miró y vio la cabeza del pequeño, con el pelo mojado, allí encajada. Luego el doctor maniobró con sus manos, ejecutó un corte con el bisturí y Yuri ya no quiso mirar más. Miró a los ojos de Irina y le dijo: “ya está, un poco más, aguanta”. Mientras decía esto Irina gritó y gimió y él sintió que un sudor frío le cubría la frente. Casi al instante el niño salió fuera.
Esta mañana, al contemplar sus manos, Yuri recordó todo esto y de pronto sintió que había tardado veinte años en comprender el significado profundo, trascendental y trágico de aquella escena.

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