lunes, 9 de marzo de 2009

El orden del mundo

Se apartó del camino y atravesó un campo de trigo. Donde acababa la falda, las espigas le hacían cosquillas. Reía. Era un día soleado y el mundo entero parecía vibrar como un gigantesco animal lleno de vida.
Frente a sus ojos, algunos pájaros cantaban y hacían cabriolas en el cielo. El horizonte se distinguía nítido, y unas montañas, con las cimas nevadas, brillaban con la luz de un sol que se filtraba entre las nubes blancas. El mundo está en orden, pensó, y se puso en el pelo una pequeña margarita.
Caminó un trecho más y alcanzó el lago. La orilla estaba tapizada con una hierba esponjosa y verde. Se quitó los zapatos. Era una sensación tan suave caminar sobre ella. Avanzó por la orilla y llegó a su rincón favorito. Bajo el roble centenario, de nuevo sintió esa sensación de que el mundo era un lugar hermoso. Él vendrá en unas horas, murmuró, regresará conmigo desde el sitio lejano al que se fue aquel día. Él vendrá en unas horas y entonces estaremos juntos para siempre.
Mientras pensaba eso, junto a la orilla encontró una piedra negra muy pulida. Se agachó a recogerla y entonces la vio. El ave muerta flotaba en el lago, con las alas extendidas y la mirada clavada en el fondo. Parecía volar, con su esbelto cuello mecido por la brisa que movía la superficie del agua. No consiguió apartar la vista. Permaneció allí, de pie, mirando aquel hermoso pájaro hasta que sintió un terrible frío en su interior. Todo el frío y la soledad del mundo se habían concentrado en ese sitio. Moría la tarde ya, cuando, por fin, miró a su alrededor. El sol se había puesto, y en la penumbra, el mundo era un lugar hostil y desolado. Entonces comprendió que él, como ese ave, tampoco volvería, y comenzó a llorar, y regresó llorando hasta la casa.

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