jueves, 4 de junio de 2009

Existir

El señor Wilcott deja a un lado el libro, se quita las gafas y mira por la ventana. El barrio sigue como siempre: una anciana cruza la calle camino de la panadería; con infinito cuidado, el frutero coloca los tomates en sus cajas junto a la puerta de su establecimiento. En el balcón de enfrente, la vecina tiende la ropa, igual que lo hace cada día. Todo está en orden, como si el mundo fuera un lugar eterno, ordenado, inmutable. Si todo esto es así, ¿porqué siente ahora, de pronto, esas ganas inmensas de dejar de existir? El señor Wilcott toma una hoja de papel y comienza a escribir. La vida ─escribe─, es un lugar ajeno a mí: queda a millones de años luz de donde habito. Algunas veces, si se dan las condiciones adecuadas, puedo llegar a verla y a percibir su brillo, como el que ve a través de un telescopio las lejanas estrellas, pero eso no es suficiente. Cuando uno ha visto el cielo de esa forma, aunque sólo sea por un instante, desea verlo todo el tiempo, y ese deseo ya no desaparece nunca; permanece en su corazón eternamente. Uno pasa los días esperando que llegue la noche y quiere que ese instante en medio de la oscuridad no tenga fin.
La anciana regresa con el pan, su marido la espera en una esquina. Ella levanta la mirada hacia su ventana, le ve, y sin hacer un gesto, prosigue su camino. El señor Wilcott recuerda aquel año, lejano, en que se amaron. El tiempo, siempre el tiempo ─piensa─, luego sigue escribiendo. El mismo barrio siempre, siempre la misma gente.

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