miércoles, 24 de junio de 2009

¡Que cosas!

Eran las doce de la noche y lo encontré borracho, tirado entre unas cajas de cartón. Hablaba con acento francés y a pesar de que estábamos a más de treinta grados llevaba puesto un grueso abrigo. Su cuerpo apestaba de un modo insoportable. Me senté junto a él y le ofrecí un trago. Nos pusimos a hablar. Nos sentamos en la calle, justo enfrente de la cristalera de un restaurante chic, con sillones tapizados de blanco y gente de esa que cena un viernes por la noche con chaqueta. Había mujeres bien peinadas, todas mirando sus platos en silencio. De pronto, el hombre se incorporó, bebió otro trago, y con voz de borracho, mirando hacia la cristalera, empezó a gritar: “¡Vosotros, capullos nacidos en el barro, torpes carentes de significado, rellenad los impresos, haced todos los cursos, no escatiméis los medios para hacer del futuro una jaula de cerdos! ¡Y vosotras, nacidas de costillas y entresijos, buscad un buen marido con dinero. Casaros, tened hijos, rellenad vuestros pechos antes de los cuarenta, y cumplid con todos los horarios. Debéis llegar gordas y bien extenuadas a los cincuenta, y así, junto con el asno que habéis tomado por marido, podréis crear un infierno perfecto en cada cama y en cada habitación de vuestra casa! ¡Cumplid con la hipoteca y con el banco. Multiplicaos a gusto, como dice la Santa Madre Iglesia. Respetad a los jefes y a toda autoridad absurda que se cruce en vuestro camino. Haced el miserable, pedazo de capullos, hacedlo a fondo, no os toméis un descanso, que la vida es muy corta y hay que subir muy alto! ¡Tened un coche grande y un corazón pequeño, que la vida se pasa y apenas nos da tiempo para morir despacio!”. Luego continuó desvariando, como uno de esos predicadores locos, diciendo a gritos cosas por el estilo. La gente, al otro lado del cristal, nos miraba sin comprender. Probablemente, dentro del restaurante, no oían nada. Yo empezaba a ponerme nervioso. Todos habían dejado de comer y nos observaban haciendo muecas de asco. Entonces el tipo se levantó de pronto, cruzó la calle, y con grandes aspavientos, desplegó su abrigo y se puso a orinar contra la cristalera del restaurante. Un par de mujeres se levantaron de sus mesas y fueron al servicio a empolvarse la nariz. La gente comenzó a arremolinarse en la acera, riéndose de él, y un joven le tiró una lata de cerveza. Le dije al tipo que parara cuando vi al maitre salir a la puerta y llamar a un coche de policía que pasaba en ese instante por allí, pero él continuó gritando. Un policía se bajó del coche, vino hasta nosotros, se puso los guantes y con un gesto de asco lo levantó en vilo, agarrándole por el cogote y por la solapa del abrigo. Lo arrastró calle abajo propinándole patadas y empujones. Al rato aún se le oía gritar a lo lejos: “¡Mamones! ¡Gilipollas! ¡Muertos de hambre! ¡Desechos de mierda y de basura! ¡Borregos! ¡Tragapollas!.. ¡Si no os joden hoy os joderán mañana!”
¡Qué cosas!; cuando me fui de allí, el maitre le decía a uno de los clientes que, el tipo éste, antes de perder la cabeza, fue presidente del Banco Central Europeo. Un cargo bastante importante, según me han comentado luego.

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